Siempre mis años cronológicos son distintos a los reales.
2017, por ejemplo, comenzó con una convicción que venía de meses atrás: viajaría
antes de mudarme de país. Tenía que ser “barato”, Caribe y sabroso. Decidí la
costa colombiana por razones prácticas: me permitirían llegar a Miami y,
además, abrazar a gente querida. Vi a guajiras con morrales chavistas, viajé en
moto hasta Maicao y conocí Riohacha, Mayapo, Palomino –que me enamoró– y seguí
ocho horas más hasta Cartagena. Pisé por primera vez los Estados Unidos en un
paso breve, cualquiera, y volví al carnaval de Barranquilla, el segundo mejor
del continente según cualquier entendido (como Wikipedia). La rumba fue tan
monumental desde el primer segundo que sabía, ya en febrero, que esa sería el
sello definitivo a la sonrisa del año. Y no me equivoqué.
Ese viaje sirvió para definir mi vida en varios aspectos. Incluida
una duda fundamental: a dónde mudarme. En Colombia conseguí afectos, apoyo y posible
trabajo. Migrar, como suponen, no es fácil, y más cuando ha sido una indecisión
de años. En Venezuela tenía un trabajo bueno, cómodo y bien remunerado. Pero en
Colombia se asomaba la aventura. El amor. Y le aposté a eso aún mucho antes de
abordar. Mandaba correos mientras en la ventana se escuchaban detonaciones; le
contaba a Tati de mis planes mientras veíamos chamos que caían abaleados en
videos de redes. Desde abril el síntoma se convirtió en padecimiento:
comenzamos a tragar gas todas las tardes. En junio presenciamos el horror: 6
tanquetas de guerra entraron a nuestro conjunto residencial, lo destrozaron
todo a su paso, e –incluso- militares entraron a nuestra casa y la revisaron
entera. Los planes de los cuerpos de seguridad coincidían con los míos: en
julio todo acababa.
Creo que es el primero de mis 28 años que no viajo a
Margarita. Pero, mientras se hacían los meses, conocí Los Roques en plenas
protestas. Fue el mejor bálsamo que pudo darme @revekaconk y toda su familia.
Viajamos, sonreímos, vimos a unos chamitos jugando trompo como los dioses. Antes
y después fui a unas rumbas monumentales. Me vi con gente querida que vive fuera,
a pesar de las detonaciones.
El 28 de julio lloré como nunca. Fue el día más triste de mi
vida. El que casi no quiero recordar. Pero aterrizando en Bogotá me llegaron
dos certezas: mientras Venezuela legitimaba un gobierno-circo, a mí me
otorgaban así, de gratis y fácil, una visa de trabajo que me permitió conseguir
empleo en la semana dos. Eso me hizo aguantar el frío y sonreírle a Chapinero.
En el primer mes me pude mudar a una casa compartida a dos
cuadras de mi oficina y, al tercero, a un apartamento para mí. También viajé a
Medellín al Premio Gabo y sentí casi la misma felicidad del carnaval. Esa ha
sido –hasta ahora– la más grande de mis satisfacciones: las que comparto
conmigo, lo que sonrío con mis amigos y las fiestas a las que hemos ido en casi
pleno invierno permanente. #lavidacachaca se ha convertido en un experimento: trabajo
en periodismo de investigación. Me corté el cabello hasta los cachetes. Cocino.
Atiendo a los técnicos “del hogar”. Compro cama. Recibo inquilinos. Barro y me
maquillo a la vez para seguir descubriendo Bogotá.
¿Qué si seguimos?
Ahora es cuándo, 2018.
Tengo ganas de bailarte con todo.