sábado, 28 de mayo de 2011

Mochila en el brazo

Un hilo negro sobresale del tejido y se cruza con otro que tiene más de dos colores entrelazados. Los sostiene una especie de sello hecho de forma artesanal, pegado con la cerilla que desprende el material luego de haberle impregnado algo de fuego con el yesquero. Este sello permite abrir y cerrar la pieza, que se ajusta a la medida necesaria.

El punto de partida de los dos hilos que se entrecruzan es un huequito lateral, donde empieza una suerte de triángulo que abre unos tres centímetros a los lados. Lo que rellena al polígono son puros colores: anaranjado, marrón, beige, magenta y verde botella. Cada color es un hilo acerado. Y cada hilo está cruzado en forma de línea diagonal, apuntando hacia el centro. Entonces, aunque sea difícil de visualizar, estos pequeños cuadritos que forman ese encuentro de tonalidades que se intercalan entre sí, cambian de dirección justo cuando empieza el horizonte, el centro de la obra de arte que divide el reflejo en negativo del objeto: si hasta el centro la línea había sido verde, ahora es magenta y así.

Pero nombrar una sola de las tres pulseras del mismo modelo que me acompañan siempre, sería injusto. Bueno, tres iguales y dos invasoras que también están coleadas en mi muñeca izquierda. Han ido a bautizos, matrimonios, quince años, velorios y muchísimas clases de la universidad. Las otras dos son iguales, pero con colores distintos. Las conectan los tonos tierra y están ubicadas una debajo de la otra, aunque en ocasiones juegan a desordenarse. Son el accesorio descombinado y la anécdota perfecta para romper el hielo en cualquier conversación: “Ah, sí, se las compré a un argentino en Bellas Artes”. Y por ahí se va uno.

Ese argentino tenía olor a días sin bañarse, dreadlocks y no más de treinta años. Era un catire desaliñado. Empezó a viajar cuando descubrió que salir de su casa era más entretenido que reñir con su mamá por querer conocer el mundo sólo con su mochila a cuestas. Para aquel momento –hace dos años-, había tardado siete años en subir todo el continente suramericano. Pero él, de quién nunca supe el nombre, se encargó de visitar la Cordillera de Los Andes en vez de subir por Brasil. Decidió dedicarse a hacer artesanías con la mujer que lo acompaña porque le robaron el bolso con todos los implementos de artes plásticas que tenía para hacer cuadros y venderlos al paso.

Recuerdo también, cada vez que veo las pulseras, que me contó que Caracas significa el final de la aventura, por su ubicación geográfica. Al menos de la aventura en este pedacito de mundo. Él, por ejemplo, tenía pensado comprar un pasaje de avión a Argentina para reportarse en casa. La idea era renovar su pasaporte y empezar desde cero en otro continente.

Cada vez que paso por Bellas Artes recuerdo cómo, en esa última Feria Navideña, los artesanos foráneos estaban ubicados alrededor de la “Sociedad de Artesanos Amigos del Ateneo de Caracas”. Pero a él, el argentino, me lo encontré en el suelo de la Plaza Los Museos junto con su pareja embarazada. Me ofreció una pulsera por 20 bolívares y tres en 50. Y adivinen cuál oferta acepté. Me contó de su experiencia en 10 minutos de conversación. Y me invitó a viajar con él, pero preferí sólo sonreír ante la propuesta.

Luego seguí adornando mi brazo con dos pulseras más, una que alguien le compró a un artesano en Nicaragua y otra a otro en Brasil. Me gustaría creer que quien me haya regalado esas otras dos piezas, también se las compró al argentino mochilero.

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