viernes, 3 de junio de 2011

Beso al frío

Hoy el ambiente cursi ronda por todos lados. No es 14 de febrero, pero llueve mucho, hace frío y en este lugar el aire acondicionado está fortísimo.
-¿Lo apago? –Me preguntó el chico que conducía el carro en el que andaba.
-No, me pongo el suéter- Decidí desde el puesto del copiloto, con cierto tono tímido y destellos rosados en la piel, porque me dio pena que el chico se sintiera incómodo ante las ganas que yo tenía, cada vez más grandes, de estar en mi cama durmiendo -arropada hasta los cachetes- en vez de estar hablando con él.
Quien maneja es mi amigo. Bueno, será mi amigo hasta dentro de una hora más o menos. Justo el tiempo que tardó en buscarme en la universidad y llevarme a casa. Esto de que me busquen es muy extraño, porque prefiero caminar. Pero bueno, es de noche y por eso acepto la cola, aunque viva súper cerca de donde estudio. Ya casi se acaba el año y el cansancio de las evaluaciones –nada condescendientes para alguien que está por graduarse- merecen que tenga de qué hablar. Por eso, supongo, decidimos quedarnos conversando en medio de la nada. Es decir, es la “nada” para alguien que se abstrae y empieza a disfrutar los segundos como una eternidad. Para quienes disfrutan de la risa improvisada del momento. Para quien no se da cuenta de cuándo dejó de importar el tema de conversación y el silencio cobra mayor valor. Para nosotros, que tímidamente decidimos acercarnos al otro previo permiso concedido en medio de la cápsula atemporal, llena de aire acondicionado.
Sus manos tocaron mi rostro y los rosetones en la piel se hicieron más intensos. Sus labios acariciaron los míos sin pensar en que más de 1 de esas 30 estrategias para besar que dice el Kamasutra se estaban cumpliendo. El sabor: a cotufas mientras se ve una película rosa. El olor: a perfume de artista de red carpet. Los colores: variopintos y confusos. El sonido: perfecto. Bossanova de fondo y, por supuesto, más aire acondicionado. Al tacto: la piel de gallina en potencia y una sonrisa inmediata. El resultado: ajá, ya no es mi amigo. Después de abrir los ojos, ya no sé quién es el que está al frente de mí, sonriendo conmigo. Siento que esa etapa de “reconocimiento del otro” tiene que volver a suceder. Que no hay TL de Twitter que explique lo que pasó en ese momento, aunque insista en ver el teléfono para hacerme la loca, pretender que no estoy nerviosa y pasar la página.
Me quité el suéter ipso facto y recogí mis cosas. Salí del carro con ganas de entender qué era lo que estaba pasando. Pero, mientras sucedía la típica historia del no saber si esperar una llamada o escribirle un mensajito por celular, yo recordaba: narices unidas, ojos cerrados, comisuras rozándose y labios cada vez más llenos de movimientos involuntarios, de comunicación no verbal, de 20 puntos en la clase de expresión corporal.
Si te pidieran describir un beso, jamás pensarías que se trata de una evolución de cómo el Cromagnon traspasaba la comida –hecha puré- a sus crías. Si te imaginas en el acto, no te detendrías a pensar en el grosor de tus labios y los del otro, para saber la afinidad que tienen, o los rasgos de personalidad que los definen. Si se trata de sensaciones, ahí está lo indescriptible, lo moralmente incorrecto, lo que posiblemente no pueden definir las terapistas que escriben a diario en el periódico. Pero este beso, el que yo escogí para narrarles, es uno que fue comienzo de una historia en la que si hubo mensaje del día después y en el que –como aseguran los expertos- hubo más de 300 bacterias desplazadas entre dos tipos de saliva que poco a poco se convirtieron en una sola.

No hay comentarios: