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miércoles, 14 de marzo de 2012

¿Cómo caminan las caraqueñas?

Hoy en La revista, el programa de radio de Elba Escobar y María Elena Lavaud, invitaron a los escuchas a responder la pregunta: "¿Cómo caminan las caraqueñas?" para ganarse una entrada al concierto de Guaco, el sábado por la noche.

No suelo participar en este tipo de trivias, menos cuando las reglas del juego son taaaaan abiertas. Pero me pareció muy divertido escribir algo al respecto. Esta fue mi respuesta:

Las caraqueñas caminamos con una franelita pegada y que se vea un centímetro de cintura. Solo uno. Eso aumenta el tambaleo de caderas, la sensualidad, eso de no mostrar mucho e imaginárselo todo y los piropos en la calle. Eso hace que los hombres te griten “Si Osmel Sousa te viera, te sienta en ese trono”, con el mismo furor que una fan de Gustavo Aguado, Ronald y Luis Fernando Borjas corea Eres más.

Las caraqueñas caminan con tacones en el Metro, con cholitas en los huecos de la calle, descalzas en la arena de La Guaira. Las caraqueñas caminan full. Porque, con la cola y el estrés, no queda de otra. Porque las caraqueñas necesitan ser vistas, necesitan que les tiren besitos en la calle. Porque cuando van al exterior sienten que les hace falta el “¡mamita rica!” aunque se sientan asqueadas cuando todas las mañanas el mendigo de la esquina y el conductor de la camionetica se los gritan, poniendo sus ojos en esa cintura curva, cóncava o convexa.

Nosotras bailamos salsa, merengue y gaita. Todo junto, como ese género no tan nuevo que se celebra el sábado. Ese género “Guaco” que se nos incrustó en la vena rumbera, en la navideña y en la venezolana. Tenemos metido en la cabeza que así es como se baila en las gaitas intercolegiales, que con esa música nos enamoramos, nos despechamos y que al son de ese tumbao es como caminan las caraqueñas. Ya lo dijo el gran filósofo: “Tienen un ca-mina’o / dulce como el me-lao”.


sábado, 28 de mayo de 2011

Mochila en el brazo

Un hilo negro sobresale del tejido y se cruza con otro que tiene más de dos colores entrelazados. Los sostiene una especie de sello hecho de forma artesanal, pegado con la cerilla que desprende el material luego de haberle impregnado algo de fuego con el yesquero. Este sello permite abrir y cerrar la pieza, que se ajusta a la medida necesaria.

El punto de partida de los dos hilos que se entrecruzan es un huequito lateral, donde empieza una suerte de triángulo que abre unos tres centímetros a los lados. Lo que rellena al polígono son puros colores: anaranjado, marrón, beige, magenta y verde botella. Cada color es un hilo acerado. Y cada hilo está cruzado en forma de línea diagonal, apuntando hacia el centro. Entonces, aunque sea difícil de visualizar, estos pequeños cuadritos que forman ese encuentro de tonalidades que se intercalan entre sí, cambian de dirección justo cuando empieza el horizonte, el centro de la obra de arte que divide el reflejo en negativo del objeto: si hasta el centro la línea había sido verde, ahora es magenta y así.

Pero nombrar una sola de las tres pulseras del mismo modelo que me acompañan siempre, sería injusto. Bueno, tres iguales y dos invasoras que también están coleadas en mi muñeca izquierda. Han ido a bautizos, matrimonios, quince años, velorios y muchísimas clases de la universidad. Las otras dos son iguales, pero con colores distintos. Las conectan los tonos tierra y están ubicadas una debajo de la otra, aunque en ocasiones juegan a desordenarse. Son el accesorio descombinado y la anécdota perfecta para romper el hielo en cualquier conversación: “Ah, sí, se las compré a un argentino en Bellas Artes”. Y por ahí se va uno.

Ese argentino tenía olor a días sin bañarse, dreadlocks y no más de treinta años. Era un catire desaliñado. Empezó a viajar cuando descubrió que salir de su casa era más entretenido que reñir con su mamá por querer conocer el mundo sólo con su mochila a cuestas. Para aquel momento –hace dos años-, había tardado siete años en subir todo el continente suramericano. Pero él, de quién nunca supe el nombre, se encargó de visitar la Cordillera de Los Andes en vez de subir por Brasil. Decidió dedicarse a hacer artesanías con la mujer que lo acompaña porque le robaron el bolso con todos los implementos de artes plásticas que tenía para hacer cuadros y venderlos al paso.

Recuerdo también, cada vez que veo las pulseras, que me contó que Caracas significa el final de la aventura, por su ubicación geográfica. Al menos de la aventura en este pedacito de mundo. Él, por ejemplo, tenía pensado comprar un pasaje de avión a Argentina para reportarse en casa. La idea era renovar su pasaporte y empezar desde cero en otro continente.

Cada vez que paso por Bellas Artes recuerdo cómo, en esa última Feria Navideña, los artesanos foráneos estaban ubicados alrededor de la “Sociedad de Artesanos Amigos del Ateneo de Caracas”. Pero a él, el argentino, me lo encontré en el suelo de la Plaza Los Museos junto con su pareja embarazada. Me ofreció una pulsera por 20 bolívares y tres en 50. Y adivinen cuál oferta acepté. Me contó de su experiencia en 10 minutos de conversación. Y me invitó a viajar con él, pero preferí sólo sonreír ante la propuesta.

Luego seguí adornando mi brazo con dos pulseras más, una que alguien le compró a un artesano en Nicaragua y otra a otro en Brasil. Me gustaría creer que quien me haya regalado esas otras dos piezas, también se las compró al argentino mochilero.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Una oficina portátil

Biografía:

Quería estudiar una carrera que le permitiera estar conectada con los 15 años de danza que practicó entre contemporáneo, tap, flamenco y salsa antes de entrar a la UCAB. Por causalidad y casualidad, entró en Comunicación Social. “Una carrera perfecta para indecisos”, dice. Allí realizó acrobacia aérea en telas, narró cuentos y unas cuantas cosas más. El último año de Periodismo y sus pasantías en El Nacional le enseñaron que con la cultura le iba muy bien. Ahora escribe para Estilo Baile y www.vayaalteatro.com. Dictó 5 años de catequesis. No sale sin su cámara fotográfica, celular y iPod, en el que escucha cosas tan caraqueñas como la MAU. Ama a Caracas desde que nació (en 1989), sus olores, lugares y gente. Ahora, está aprendiendo a describir ese amor sobre papel…

Colaboración para Marcapasos. Esta es de la crónica de la que les hablé. Pueden también entrar a www.revistamarcapasos.com y votar con 5 estrellitas:





Ascensorista - Un oficio en extinción from Revista Marcapasos on Vimeo.

lunes, 5 de abril de 2010

Chacaíto

Tengo un pasatiempo favorito desde hace unos meses y no me había dado cuenta. Me gusta mirar camionetas Terios azules por la parte de atrás. Siempre ando montada en una que tiene como logo una coronita blanca, pero me encantaría voltear la mirada y, al cabo de ver muchas otras en el trayecto hacia un nuevo destino, encontrar alguna que tuviera una calcomanía que me resultara familiar. Es como desafiar al destino y sacudirle la seguridad a un par (yo incluida) que se sabe dueño de su nuevo camino sin aceptar que el otro va transitando por la misma vía, aunque en otra dirección.

También, desde esa camioneta en la que me muevo a diario, hay espacio para la música y las historias del chofer. El señor del volante es distinto cada vez, así que hay oportunidad para escuchar las peripecias de un trabajo que lidia con el tráfico, las groserías de los caraqueños y la solidaridad extinta del venezolano en cuanto a horas pico se refiere. Eso sí, siempre hay momentos de un buen coro juntos cuando suena alguna canción tropical, porque eso de ir al otro lado de la ciudad sin música pegajosa y buenos cuentos, no sirve.

Sin embargo hay espacio también para el silencio. Cuando es de noche, sucede que puedo ver las estrellas desde la ventana de esa Terios azul con coronita blanca. Escucho la brisa acariciando mi cabello ondulado y hasta, de pronto, me dan ganas de dormir en ese asiento que, además, sirve para estudiar bien a quién entrevistaré en la siguiente parada. Otras veces, esa ventanita me da la oportunidad de seguir conociendo las esquinas de Caracas, los aromas de mi ciudad y sus paisajes, quizá reconfortantes ante la perspectiva de aquel al que no le gusta hacer turismo en su propio lugar de origen. Hermosa vista, siempre y cuando no haya calima mal oliente, estrellas invisibles, incendios en El Ávila, calor descomunal… En fin, siempre y cuando Caracas sea la de siempre y no la que nos hemos acostumbrado a ver desde hace unas semanas.

A veces es la hora de bajarme y patear la calle. De devolverme a casa en carrito por puesto y seguir dibujándome la Caracas de mil encuentros desde un asiento y ventana distintos. Justo en una de las paradas, a mitad de camino, me doy cuenta de algo que he corroborado y ya determiné. Chacaíto es el verdadero centro de Caracas y el verdadero descriptor del ciudadano venezolano de a pie. Es una etimología netamente indígena, me atrevería a decir que la única estación de Metro con mala ortografía (nunca le pusieron la tilde). Un lugar donde convergen todas las clases sociales posibles que se movilizan en transporte público y, para colmo, tiene mil salidas de suciedad y miedos, por la inseguridad.

Chacaíto es el sitio perfecto para hacer una cola bajo el sol en medio de algunos comensales de perros calientes que arrojan los papeles al suelo sin pudor alguno; la oportunidad de comprar en tiendas o ambulantes lo emergente; las ganas de quedarse viendo cualquier tipo de manifestación cultural que se presenta en la Plaza Brion (casi siempre capoeira, hip hop o circo, sino evangélicos) y el momento perfecto para salir corriendo con un par de audífonos, buena música –en el sentido amplio de la palabra– y abrazar a un nuevo destino, en alguna ventana y asiento distintos. Esta vez, entregada a la aventura y con la certeza de que, en la próxima parada, habrá aire puro, seguridad y buen paisaje… dentro de la otra Caracas.

miércoles, 30 de diciembre de 2009

Pasajeros en Tránsito

Requisitos: no le voy a poner una canción obligatoria que deberá escuchar a lo largo de este post. Simplemente, le sugeriré que tome un bolso en donde puedan caber todos los equipos necesarios para adentrarse en la vía subterránea que a continuación describo. Un dispositivo con su música preferida, un buen libro, un celular con señal, un abanico (o papelito que lo simule) y todas las guías o apuntes que necesite un estudiante universitario en época de parciales, quizá no sean suficientes para aguantar la travesía, pero tal vez amilanen la desesperación y hasta le pueda parecer divertido el recorrido, depende de lo que encuentre.

Señor Roque Valero: discúlpeme usted por hacer uso indebido del nombre de su última producción discográfica pero, la verdad, es que a raíz de una serie de eventos que sucedieron luego de escuchar su disco (para aquella rueda de prensa), me parece que hay un vagón lleno de estos seres que buscan un camino. También, como diría Arjona: “nadie sabe a dónde va”. Descubramos por qué. Incluyámonos en estas líneas de preocupación y ciudadanía que son el reflejo de la desidia de las autoridades, de la apatía de los que se acostumbran, de la mirada de quienes viajan por los rieles del Metro de Caracas. Sumerjámonos entonces, en lo que verdaderamente hacemos en el día a día para llegar a nuestros hogares: protagonizar la misma Odisea, que una vez Homero “escribió”.

Cuando tenía seis años, disfrutaba los fines de semana junto a mi mamá. Me llevaba a un sitio “lejano” como Sabana Grande y en el boulevard comíamos helados y soltábamos papelillos en carnavales. Otros lugares recurrentes eran Bimbolandia o Dinotrópolis. Toda una excusa para viajar por “horas” en el eficiente Metro de Caracas. Cuando uno es niño, la medida de las cosas varía. Ahora, mi trabajo queda en un sitio al que tengo que viajar por “horas” y el “lejano” boulevard de Sabana Grande, se convirtió en, apenas, la mitad de mi camino diario. Las ocasionales visitas al subterráneo, se convirtieron en dos pasajes diarios mínimo, en los que, o me doy empujones para observar más de cerca la fisionomía de mi compañero de tren, o simplemente me convierto en autista (que solo escucha su iPod) mientras el impuntual conductor del vagón, impide que sus pasajeros lleguen a tiempo a sus destinos.

Hora: 8:30 am. Estación: Artigas. Es algo tarde para los pasajeros que debían entrar a las 8:00 am a sus trabajos. Han pasado ya tres vagones absurdamente llenos y, aún así, los más osados han intentado detener el cierre de puertas, para llegar “lo más temprano posible”. Olor a desodorante, perfumes varios, cabellos aún mojados de la ducha y ropa planchada, es la descripción común de los pasajeros. Música en mis oídos. Espero el tren de Zona Rental.

Hora: 8:45 am. Estación: Teatros. Se escucha un suspiro. Ya los empujones no existen. La mayoría de los usuarios trabajan en el centro de Caracas y dejan el vagón libre en esta estación. Luego de 30 minutos de pie, es hora de sentarme y sacar un libro. Muy cómodamente me dispongo a leerlo, cuando me fijo que… Hay retraso. Las puertas no cierran, el muchacho de la franela beige tiene una escandalosa música como atmósfera perfecta para el momento y, además, el señor de al lado cabecea con insistencia. Su sueño como que está… divertido. Me cae encima. ¿Bello, no?

Hora: 9:00 am. Estación: Plaza Venezuela. La primera parte del recorrido está hecha. Los Amigos Invisibles me dicen algo cierto: huele “a jabón Camay”. Sonrío y sigo a la espera del segundo vagón. Me doy cuenta de que la más variopinta diversidad cultural está a mi alrededor: una muchacha de tez blanca con blue jeans y Converse, un señor ejecutivo con su loncherita en mano y hasta un abuelito trigueño con pantalones caqui arremangados y alpargatas. Linda estampa. Llega el tren. Cuando ingreso, no tiene aire. El sudor, la cercanía… Todo un sauna. No puedes cambiarte a la puerta siguiente por la cantidad de gente. Resignación… Paciencia.

Hora: 9:15 am. Estación: Chacaíto. Empieza la nota cultural. Y es que, siempre, en esta estación, entran los performances. En mi clase de Teorías de la Imagen, el profe dijo que la función vicaria de la comunicación en el arte está dirigida hacia los no límites, a mirar lo cotidiano con una perspectiva artística. No sé si esto sea un performance, pero aquí he visto a los Metro Boys cantando versiones de baladas pop —que ya hasta sacaron un CD con las propinas—; “Los que vienen del Federal”: múltiples raperos con las mismas líricas para grandes y chicos, “improvisadas al momento”; chamos de bachillerato al más puro estilo de Rakim y Ken – Y; y mi más reciente descubrimiento: un señor chavista cantando gaitas. Al cual, por cierto, uno de los trabajadores revolucionarios despojó de su cuatro y lo invitó a retirarse de la estación. “¿Chávez nos quitó la libertad de expresión? El día que eso pase, dejaré de cantar”, nos dijo antes de irse.
Primer destino cumplido. Continúo mi observación participante al mediodía.

Hora: 12:15 pm. Estación: Los Cortijos. Siempre de vuelta la cosa es distinta. Los pedigüeños tienen horario y también citaré a PNG, “ellos practican una Mercadotecnia perfecta”. De esta forma he conocido a:
  • La pide pide, la fastidiosita del Metro: utiliza frases cómicas como esta para presentarse y decir que, gracias a los usuarios que le prestan ayuda, ha podido criar a sus hijos. Que es la última vez que lo hará, porque ya decidió trabajar.
  • VIH positivo: este pana aleja a los más temerosos. Pide dinero para comprar sus medicamentos. ¿Es que acaso nadie sabe que Venezuela es el único país del mundo en el que los remedios para controlar el virus, son gratis?
  • Mi hija de 3 años, murió hace 3 días, me faltan Bs. F. 100 para su entierro: lo vi mintiendo unas dos veces, con el mismo cuento, y no le creí a nadie más nunca.
  • La llorona: este es el caso más reciente. Una abuelita que llora a las puertas del vagón y sin más va pidiendo. ¿A quién no se le arruga el corazón? Sería la verdadera revelación de los “Metro Choice Awards 2009”.
Hora de un break. Hora de clases.

Señores pasajeros, tengan muy buenas tardes, estación terminal… ¡Pero no todo es malo! En los rieles aquellos se comparte una leidita de periódico, una pastilla en caso de malestar, una conversación a mitad de la tarde, un reclamo a la prohibición de la publicidad, o simplemente una sonrisa. Ayer vi a un niño que coloreaba sus ilusiones al compás que la velocidad le permitía. No conocía de iPod, de libros, de abanicos para el calor… y fue entonces cuando recordé que mientras más años cumplimos, la imaginación se nos va opacando y las desventajas de la vida florecen en cada detalle a nuestro alrededor. Fue entonces cuando “la agradable voz del vagón” (como diría mi amigo Leo) me avisó que había llegado de nuevo a la Estación Artigas. Se había terminado mi día activo en la calle con las anécdotas de haber visto un mestizaje de estilos en Plaza Venezuela, una mentira piadosa para ganar dinero, un olor a decisión y una poesía descubierta otra vez. Me alegré de no haber tenido que presenciar un arroyamiento, o una evacuación repentina. Crucé el puente que hay entre la estación y mi casa, y lo utilicé como ejercicio para escuchar las notas de la última canción del día. Finalmente, reflexioné acerca de lo afortunada que soy al no tener que aguantar horas eternas de cola a pesar del cansancio de la transferencia. Es maravilloso, disfrutar la oportunidad de ver el caos que es Caracas, con la parodia de idiosincrasia que tenemos.

Los dejo con una fotogalería fabulosa, que ilustra un poco más el panorama (hacer click en "fotogalería" para verla).