Lo primero que a uno no le dicen cuando viaja al exterior es que la comida del avión sabe peor que la de un hospital caraqueño, que el vuelo tiene una pantallita con un mapamundi que va ubicándose en alguna parte del globo terráqueo y que, además, las temperaturas en el cielo son de aproximadamente -564 ºC, dependiendo de la altura. ¿Gran curiosidad, no? Y, pues… Si es la primera vez que usted viaja al exterior y solo, estos detalles son muy importantes.
Pero también es importante y respetuoso con los demás viajeros hacer una bitácora del lugar visitado. Uno se llena de cultura, de nuevas tradiciones, de visiones que de pronto quisiera adoptar a su estilo particular de vivir. Por lo menos yo creo que es así, ya que me robé todos los comentarios posibles de distintos blogs antes de irme a Buenos Aires, mi primer destino fuera de Venezuela. Aquí mis conclusiones (van por entregas):
Buenos Aires es una ciudad para respirar renacimiento, cultura, imaginación. Es una ciudad que llena el espíritu, hasta que sus habitantes hablan (todo lo que ha escuchado del egocentrismo argentino es la más absoluta verdad). Es un lugar que no tiene cultura de la servilleta y siempre te va a faltar una más para limpiarte las manos. En los baños no vas a encontrar la palanca para limpiar el agua, porque siempre va a estar arriba de ti y no pegada al inodoro. Buenos Aires es una ciudad en donde la inspiración sale a flote y las ganas de escribir un buen libro pueden conjugarse perfectamente en cualquier librería, pero también las ganas de salir a caminar hasta que se haga de madrugada pueden truncar tus sueños de escritor. Yo preferí la segunda opción, vivir una semana lo más argentina-peatonalmente posible, y así no me dejarme arropar por el romanticismo del primer día.
Mi primera impresión: la amplitud de las calles, los remises (una especie de taxi que funciona con tarifa preestablecida, tal como los conocemos en Venezuela) que son pequeñas camionetas –tipo Terios– y no carros destartalados y las autopistas plenamente iluminadas. El señor que me fue a buscar al aeropuerto pagó alrededor de tres peajes y me enseñó una cabina telefónica que hay en medio del camino para que algún accidentado pueda llamar a la grúa respectiva. Es decir, que la gente sí le ve el queso a la tostada cuando paga sus impuestos: ¡Vaya!
Traslado:
Lo primero que hice la mañana de mi primer día de turista, sola, en un país a 7 horas en avión desde mi casa, fue caminar hasta la parada del bus turístico. Era primavera, a las 8:00 am. 14 ºC –ajá, yo también dudé de que en realidad fuera primavera–. Muy temprano. Los argentinos se levantan tarde, trabajan a partir de las 9:00 am. Lo bueno es que me coleé entre la gente que iba caminando a sus empleos. Sí, caminando. Allá la gente transita 15, 20, 25 cuadras sin quejarse. Esa es una distancia cercana. Cabemos aproximadamente 8 personas al mismo nivel en una acera. Súper amplias las aceras y las calles, que tienen 3, 6 hasta 12 canales en la avenida 9 de julio, una de las más anchas del mundo.
Los taxi son negros y de techo amarillo, lo que me parece anti estratégico porque en las noches no se ve nada. Hay una lucecita que dice “libre” cuando puedes llamar a una de las unidades. Todos funcionan con taxímetro y aumenta el monto cada 200 metros, aún en momentos de espera. Una característica que le ofrece seguridad al usuario es que los carros tienen una gran cartulina plastificada con la información del conductor inscrito en la unión de taxistas de Buenos Aires. La tarifa mínima cuando los usé era de 5.80 pesos. Te da taquicardia cada vez que va subiendo el monto, pero no es de preocuparse: la carrera más cara que pagué fue de 30 pesos por una distancia media.
Bus turístico:
Yo, que vengo de un país populacho en donde los niñitos del pueblo son criados para contarles a los turistas la historia de La loca Luz Caraballo o Juan El Griego, me encontré con una parada de bus turístico que era una taquilla inmensa en medio de la calle Diagonal Norte. Ahí, por 70 pesos, me monté en un bus de dos pisos en el que el turista se coloca los audífonos y selecciona el idioma en el que quiere escuchar las explicaciones y fechas de las edificaciones. Son tres horas con veintiún paradas en las que viajas por los lugares más turísticos de Buenos Aires. Una probadita, no creas que vas a conocer la ciudad sentada en un bus. Como dice Leila Guerriero, los city tours te enseñan una cantidad de cifras e historia que se te olvidan cuando caminas 10 metros más. Pero al menos sirve para ubicarte acerca de dónde queda cada cosa y cómo puedes organizar tu viaje. Además, te puedes bajar en una parada y subirte al rato en otra, por 24 horas o 48. Dependiendo de la duración de tu ticket. Yo escogí el primero, que era el más económico, porque decidí viajar en subte (Metro) y colectivo (autobús/camionetica) todo el tiempo. Entonces resultaba un robo pagar el ticket de 90 pesos, cuando podía pagar 1,25 por la distancia más abismal de un destino al otro.
Desde el bus turístico me di cuenta de que mi hotel, en San Telmo, estaba cerca de la Escuela de Periodismo, la Manzana de las Luces (una especie de Museo Sacro argentino) y que la gente se viste súper galante. Las mujeres, blancas, rubias y de pelo lacio, les gusta vestirse con abrigos de cuero, medias panty, botas altas y mini faldas. Además, suelen sentarse en plazas y parques a descansar. También hay especie de dog walkers donde los amos tienen desde cinco y hasta ocho perros en los que se enredan por cargar con tantas correas a la vez.
Teatro Colón:
La parada número 20 del bus turístico es el Teatro Colón y en donde decidí bajarme. El segundo mejor teatro de ópera en el mundo entero. Lo más imponente de Cerritos y Tucumán, dos calles del centro. Una edificación entre renacentista y barroca que queda en frente de la Plaza La Música, un lugar acogedor donde estudiantes y trabajadores pasan “la hora del burro” leyendo periódico y tomando la siesta. Wow. El Colón. Una sala parecida a nuestro Teatro Municipal, pero elevado a la enésima potencia. Un lugar con tres subsuelos solamente utilizados para la producción: vestuario, escenografía, salas de ensayo para el ballet, la orquesta sinfónica, el grupo experimental de teatro. Todo lo que se utiliza en la sala de presentaciones, es hecho ahí.
Es un teatro que tiene café, tienda, visitas guiadas en español, inglés o portugués (hay exceso de turistas brasileros) y salones que se utilizaban en 1908 –los argentinos pronuncian los años “mil nueve ocho”, por ejemplo– cuando fue inaugurado, para que la gente de la alcurnia aguardara mientras empezaba la función. Una amiga me dijo que su profesor de ballet le enseñó a mantener la mirada siempre arriba, porque había que bailarle al pueblo. Y es la misma filosofía que aplican ahí. Acá hay como cinco localidades, una de ellas llamada “Paraíso” porque tiene la mejor acústica del lugar que, de por sí, es perfecta. El pueblo lograba entrar a las funciones y ver las óperas de pie, muy cerca de los frescos del artista argentino Raúl Soldi. Ahora venden las entradas para el sitio y aconsejan a que la gente lleve su propio banquito.
Ese martes vendían las entradas para la Gala Conmemorativa de los 40 años de la trágica desaparición de las figuras del Ballet Estable del Teatro Colón, ocurrida el 10 de octubre de 1971, cuando murió el elenco en un accidente aéreo. La función era el sábado, pero solo logré conseguir las entradas de la Galería Alta, por 20 pesos. ¡Una ganga! El Ballet de Bolshoi está por venir a Caracas y el que quiera verlo deberá pagar 400 bolívares por entrar al Santa Rosa de Lima (un auditorio de colegio jamás comparado a la majestuosidad que les digo). La comparación es abismal. Y ese sábado, en Converse y suéter informal –porque no me dio tiempo de cambiarme– entré a diferenciarme de la gente que iba en ropa elegante y maquillada, a la función de ballet que reunió a bailarines de Berlín, Boston, Uruguay, Amsterdam y, por supuesto, argentinos.
Te conmueves hasta el llanto. El Teatro Colón está hecho para reincidir.
Avenida Corrientes:
27 cuadras de teatros. 27. De teatros grandes, con varias salas cada uno, con vallas que son sinónimo del apoyo que la empresa privada le da a la cultura. 27 cuadras de gente transitando el arte, respirando cultura, metiéndose a las once de la noche a ojear libros usados o discos, o comiendo pizza en la mejor taguara-barata (13 pesos corte+vino) del mundo: Güerrín.
Teatros como el Apolo, donde estaba Un tranvía llamado deseo en cartelera, bajo la dirección de Veronesse, o como el San Martín, homónimo al que tenemos en Caracas. Pero solo en nombre, lo imponente de aquel, que tiene hasta cine, es otra cosa. Lugares como el Gran Rex, donde ofrecen cada día conciertos de algún artista importante como Fito Páez, Ricardo Montaner, Franco De Vita o Diego Torres. También es una avenida súper congestionada de día. Al mediodía, puedes tardarte en el colectivo una media hora en llegar al destino. Claro, nunca las dos horas y media de acá.
Durante mi estadía en Buenos Aires no dejé de pasar ni un solo día por esta avenida. Aprendí que los programas de mano tienen un costo adicional, tipo limosna, además de la entrada. Cosa que no pasa aquí en Caracas porque la ley más bien multa al productor que no los entregue gratis en las funciones. También vi indigentes y perros de la calle. Eso sí, con colchón, cobija y demás.
Lo más útil de Buenos Aires es la numeración de las calles. Por ejemplo, si necesitas llegar a Corrientes 1283, sabes que tienes que ubicar el aviso que diga Corrientes 1200-1300 para buscar el número del local, hasta llegar ahí. Si eres ucabista, es idéntico a cómo buscar los salones el primer día de clase. Esa cantidad solo quiere decir el número de cuadra en el que estás. En este caso, la doce. Para un peatón es vital. Acá los señores de los quioscos no son simpáticos –hay muchos de flores, por cierto– y menos en una ciudad que se maneja con monedas pero escasean en todos lados y la gente está desesperada por cambiar los billetes.
Teatros y conciertos:
En Corrientes 1283, el ejemplo que puse, queda el Multiteatro. Ahí vi la primera obra de la semana, El reportero, dirigida por Héctor Díaz. Una suerte de late show donde el público parecía convocado en un estudio de televisión. Era miércoles y apenas 20 personas vimos el espectáculo. Entendí que eran las entradas más costosas del mundo porque contenía una producción abismal: ocho personas en escena, con un texto que pudieron escenificar tan solo dos, sillas, luces, efectos de sonido y escenografía en papel contac tal cual una planta televisiva… Y un texto superficial. Me desilusioné mucho porque iba a Buenos Aires con la intención de sensibilizarme un poco más con las artes escénicas, que tanto me llaman la atención, y no fue lo primero que conseguí. Decidí darle otra oportunidad y entré a Baila! De El Choque Urbano.
Baila! Es un juego rítmico con instrumentos de percusión no convencional, tal como nos tienen acostumbradas las agrupaciones Stomp, Mayumaná o Takto y Primate en Venezuela. Su diferencia radica en el número de ejecutantes, alrededor de 15 personas en escena, y que la puesta en escena es un parque. Así, el tobogán, los columpios y las cuerdas de saltar se hacen sonoras en una noche donde no es necesario decir ni una sola palabra: todo se entiende. La Ciudad Cultural Konex es un lugar que a primera vista pareciera una carpa de circo. Es un templo de las propuestas alternativas, con chicos de protocolo que tienen el cabello de colores o piercing en toda la cara por absoluta convicción. Las escaleras de acceso a la sala, que debe acoger a más de 400 personas, son de aluminio y en la planta baja hay lugar para la caramelería, vallas para meter la cara y tomarse fotos, o tiendas tipo Zoco con exquisiteces artesanales. Un verdadero postre.
Quede emocionada y fui después a ver El viento en un violín, una obra de teatro maravillosa dirigida por un español, Claudio Tolcachir, que se presentó en el marco del VIII Festival Internacional de Teatro de Buenos Aires, al igual que 48 obras de teatro más –14 de ellas traídas de Francia–. En realidad quería ver La omisión de la familia Coleman, pero estaba agotada hasta más o menos dentro de dos semanas y no podía esperar. Pero esta, que era del mismo elenco y director, representaba el descubrimiento de la paternidad de un hombre desinteresado en tener hijos, a raíz de un encuentro al que se vio obligado con dos mujeres que eran pareja. Timbre 4, el teatro donde se presentó, era una suerte de gran sala experimental donde se estaba en contacto directo con los cinco actores que requerían pocos elementos escenográficos, aunque igualmente se utilizaron algunos que en caso de austeridad podrían eliminarse –hay hasta marcos de puerta para dividir los escenarios–.
Mi recorrido de espectáculos concluye con un concierto de Juan Luis Guerra, el mismo que no pudo parar en Caracas por problemas de inseguridad. Fue una experiencia que me dejó un sabor a aburrimiento que no me gustaría volver a experimentar. Me causó mucha sorpresa que un maestro del merengue no fuera ovacionado, porque simplemente la forma de disfrutar un concierto en un estadio es aplaudiendo, como si escucharan a la orquesta sinfónica en el Colón. Tampoco bailan, porque sencillamente no se les da. Hay unos que mueven un pie, o cantan alguna canción, pero solo las románticas tipo Bachata rosa. Tampoco había ido a un concierto en el que hiciera tanto frío, había como 9ºC, ni en el que hubiera pocas entradas vendidas. El tren pasa por el Geba y eso hace que interfiera con el sonido del espectáculo cada cierto tiempo. Eso sí, fueron 90 pesos, contrario a los 500 bolívares mínimo que se gastan acá en uno de igual distribución y producción.
En uno de los quioscos dentro del Geba probé un pancho. ¿Saben? El equivalente a un perrocaliente. Un asquerosito bien limpiecito. Solo pan, salchicha y un sobrecito de mostaza. Maracucho: sí, tú, el que se pone en frente a El Naturista, enséñales urgente a estos argentinos quésloqués.
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