Andrés...

Andrés es un tipo genial. Y digo Andrés, por decir un nombre. De esas personas que tienen alguno común, pero esconden excentricidades dentro de sí mismos. Seguro al nacer, sus padres le colocaron ese nombre que le sirvió de etiqueta por un tiempo, pero en realidad no es lo que lleva tatuado como verdad.

Andrés sueña con un mundo mejor, a pesar de que los años no pasan en vano y que, cada vez que almuerza, siente cómo las calorías alimentan los rollitos que hay bajo su camisa. Habla un solo idioma, aunque haga maravillas con sus manos y su imaginación. Le gustan los colores, sobre todo el morado. Sabe que su uso es delicado, y solo lo lleva cuando sabe que va a dejar huella en algún lugar. Inteligente 100%.

Andrés pasa la mayor parte del día leyendo y recolectando historias. Al anochecer, cuando el día parece agotarse, es cuando se llena de energía y comparte con sus seres queridos. Llama la atención de todos a su alrededor y con una sonrisa invade de dulzura cada rincón del hogar. Otras veces, la soledad parece entristecerle. Prefiere regocijarse en su almohada y no hablar por un rato.

Los animales no son sus favoritos, pero se la pasa viendo Animal Planet. Detesta los bancos, pero conoce a todos los cajeros y gerentes de las agencias más cercanas. No le gusta la comida chatarra, pero una vez a la semana cena sushi y, otras dos, hamburguesas. Toda una serie de contradicciones. Por cierto, su popularidad hace creer que fue un picaflor en su adolescencia. Muchas veces me cuenta su vida a retazos, sin conexión posible, como para no poder unirlos luego y formar una gran aventura.

Es que si hay algo a lo que Andrés apuesta, es a la aventura. A sus 80 años puede lanzarse a la aventura de correr y atender el teléfono, como compitiendo en los 100mts planos; puede creerse jugador de jockey y patinar sobre el jabón líquido que vierte en la sala cada vez que limpia y, sobre todo, se cree el rey de la selva, cada vez que sus nietos le piden algún cuento para dormir.

Andrés, identificado totalmente con la cultura de su país, no duerme hasta recibir el último mensaje de texto —en un celular rojo que está súper de moda— y se acaba el capítulo de la novela estelar. Cuando apaga la luz de su cuarto, empieza a recordar a sus amigos, a los que ya no están, a que hay un lado vacío en su cama y a esa alegría diaria que merece descansar, para poder ponerla a prueba otra vez, al día siguiente. Piensa en sus sueños, cada vez más escasos; en sus cantos matutinos, cada vez más solitarios; y en su familia triunfante cada vez más adulta. Es el temor de una compañera absoluta e irremediablemente cercana, que empieza a afrontar como suya, como realidad, como visitante.

Él bien sabía que tenía la potestad de elegir cuando diría “hasta aquí”, lo había aprendido. Un día, tomó consciencia de ello y, mientras descansaba su alegría, se quedó dormido. Con un color púrpura en su piel no despertó más. Decisión sabia. Andrés es un tipo genial… Tiene un nombre común, pero se fue a un lugar donde puede ver a todos los que quiere con una visión 360º. Una excentricidad que solo él fue capaz de escoger, al lado de su nueva mejor amiga: la muerte.