jueves, 20 de octubre de 2011

Turismo masculino en Buenos Aires

I

El tipo de la taquilla me da los buenos días.  Me pide el documento de identificación e inmediatamente se da cuenta de que no pertenezco a ese lugar. Sin mediar palabra sabe qué edad tengo, de dónde vengo, quién soy y qué hago ahí. Además sabe que necesito cambiar el dinero a una moneda menos valorada para no pasar por extranjera en ese país de gente habilidosa y tercermundista. Pero además se siente atraído por la música que escucho inspirada, mientras él hace su trabajo. Me pregunta con una sonrisa qué escucho y yo quedo maravillada de todos los datos que puede sacar de ahí, tomando en cuenta que tendría que explicar que es una banda venezolana de música electrónica que nació en Japón y que además le canta al Be happy aquí, a la alegría de hacer folklore no tradicional venezolano*. Yo también sonreí y le dije: “Shakira”, retándolo a interesarse más por el asunto y su cara de “outch” no fue normal. Ahí se acabo la oportunidad de convertir el dinero en una milonga. Y mi estadía en la casa de cambio.

Me pregunto si alguien en Venezuela sería capaz de decir un piropo tan inteligente. Tan “me interesas y por eso quiero saber qué te gusta, qué música te hace moverte e inspirarte en una taquilla aburrida de centro comercial”. Cualquiera, en realidad. Cualquiera que esté en mi iPod. Y Shakira, en todas sus épocas, va incluida ahí.

II

Cual parque temático de Mérida, en Caminito hay infinitos lugares para meter la cabeza en cuerpos esbeltos o jugadores de fútbol del Boca Juniors en donde tomarse fotos. Infinitos. Por tres pesos. Diez. Veinte. En las esquinas de los restaurantes se encuentran bailarines que “a la gorra” se toman fotos con los turistas: una pose de tango por veinticinco. ¿Veinticinco? “Es que somos bailarines que nos mantenemos con las propinas porque el sueldo es muy bajo”, a lo que yo respondí: “Soy bailarina y viajé con lo que gané de mi trabajo y por eso no te puedo pagar veinticinco pesos para que me tomes UNA foto con MI cámara”. Era mentira. Pero la antipatía le gustó al argentino pelotudo, como todos, que me invitó a hacer ciertas poses tangueras y a que después, si me parecían bien, le depositara en la gorra lo que quisiera. A medida que fuimos jugando con el vestuario y los saltitos, me dijo: “diez pesos” y accedí.

Cuando dejaba caer el billete de mi mano, luego de cuatro fotos, me interrumpió el bailarín con un abrazo. Me pidió el número, pero mi celular no funcionaba allá y, para no interrumpir la magia del momento, el chico quiso jugar a los años veinte: “Nos encontramos el sábado en esta misma esquina. Salgo a las seis y nos vamos a tomar algo”.

Las seis del sábado llegaron y yo me divertía manejando bicicleta en una ciudad a las afueras de Buenos Aires, la misma del capítulo pasado de The Amazing Race. La milonga del jueves había sido suficiente experiencia masculina para incluirla en mi bitácora perceptiva de hombres argentinos.

III

La clase de tango terminó minutos antes de que encontrara la dirección exacta del local donde esa noche se repartirían litros de cerveza para aminorar la sed del baile. Los Rascasuelos, la banda encargada de amenizar la velada, está esperando que sus músicos lleguen para empezar a afinar los instrumentos. Entretanto, las más atrevidas se entregan a los brazos de los hombres que están en la pista y con un sensual arrastre de pies, suenan los acordes del bandoneón que evita se escuchen las conversaciones del resto del público. En una mesa, una mujer sola con ganas de bailar. Al igual que las otras, está entaconada y lista para elevar el cuello hasta fijar la mirada en los ojos de su pareja. Al lado, otra, agrupa a siete espectadores que están pendientes de conocer gente nueva, bromear con alumnas que tengan tiempo viendo clases, tratar de vacilar, como diríamos en Caracas.
Yo escucho sus conversaciones y no puedo evitar reírme. El bartender me había retado a tomarme una botella de cerveza, de esas que tienen un litro, y esa fue mi compañía toda la noche junto con mis zapatos Converse (que contrastaban con el calzado de las demás mujeres) y el frío. Estos chicos me incluyeron en su francés tosco, que pretendía conquistar a las cinco chicas que llegaron al lado opuesto del local. Como no lo lograron y venían de una larga jornada, fueron retirándose uno por uno hasta que, a la mitad de mi Quilmes,  Leo y yo ya éramos compañeros de tragos y despecho por enredos que no terminan de diluirse en los hechos y la memoria.

Hablamos de nuestras desilusiones, del pasado que aún es presente y de los argentinos, que son unos mareadores por naturaleza. El tango no se nos dio. Días después supe que la definición de mi danza, en lo más bajo de nuestra América, es semejante a la de un caballo. A las horas me di cuenta, con tan solo un movimiento, que no era buen bailarín y solo había ido a la clase a empezar, una vez más, el primer nivel de posturas y cadencia. Alabó a las latinas y se interesó por conocer el norte de su sur. Yo me interesé por su acento y jerga. Las horas empezaron a contarse de mañana y en una suerte de pacto, se fue a buscar una cajetilla de cigarros. No lo volví a ver. Pero sé que el próximo jueves estará esperando a que una venezolana asista a clases preguntando por un chico de apellido parecido al de un mantel.



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*Me refiero a Masseratti 2lts., por supuesto.

1 comentario:

Anónimo dijo...

muy bueno!!
mi hermano sacó pasajes a Buenos Aires para el mes proximo! le voy a decir que lea esto =)