A los 23 años entiendo que la
maternidad es un asunto difícil. Que todas las veces que le reclamo a mi mamá
por algo, no sé si yo misma tendría el valor de hacerlo y que, además, me
quedara tan bien. A los 23 me toca facturar, pagar el IVA, decidir si comprarme
un carro es mejor que conocer la cultura azteca. A los 23 quiero conocer Europa
con un desconocido que me acompañe y sin que el mundo me diga qué es lo que
tengo que hacer. A esta edad, la que cumplí hace cuatro días y aún se me olvida
cuando me la preguntan, no quiero volver a nacer.
En este momento mis amigas se
casan porque la sociedad les enseñó que tuvieran un novio desde años antes de
graduarse para jugar luego a la familia feliz y el “para siempre”. A mí nunca
me interesó ese asunto de “la sociedad”. Ni siquiera mi mamá estuvo pendiente
de enseñarme qué temas eran los apropiados para conversar en una reunión o qué
discos eran los recomendables para que, en un amable debate, pudiera detenerme
sobre la música de Los Beatles o el porcentaje de la caída de las disqueras que
salió el mes pasado en The Economist.
Además, a los 23, me cambia la
vida cada 24 horas. Que si Edimburgo es mejor que Madrid, que si Praga es tres
días menos valioso que Berlín. Que si tengo oficina propia, que si estoy en una
lista de espera de tres meses –que pueden ser nueve, como si se tratara de un
bebé-, que si tengo que resolver los asuntos de una producción de artes
escénicas con la que no estoy de acuerdo y que, encima, tiene varias funciones
más. Que si ahora tengo gastos de gente grande. Ser profesora que en verdad es
ser una preparadora que está graduada. Que si las dos participaciones que tengo
en radio a la semana. Que el diplomado no se ha terminado y ya me inscribí en
una maestría. Que el nivel de inglés que tengo no me va a dejar desenvolverme
en Estados Unidos pero, no importa, yo invento un viaje al Reino Unido. Desafiando
las reglas del tiempo, de la confianza, de los límites. Pero aún así, puedo decir que estoy
feliz. En este momento de mi vida, con tantas sorpresas, con tanto tiempo de
paz interior después de un 2011 nefasto –a pesar de los logros-, estoy rodeada
de motivos para sonreír.
Ahora tengo más contacto con mis
amigos, incluso me atrevería a decir que tengo más amigos. Un modo infantil de
decir que el asunto de salir de la universidad y empezar a trabajar es ver la
vida con propósito. Eso de trabajar en automático no se me da. Tiene que tener
una razón social, nutritiva, más allá de la monetaria. Imagino una línea de
trabajo que sirva de ejemplo, que me sienta orgullosa de comentarla (porque
después de que te gradúas viene el infalible: “¿Y qué estás haciendo ahora?” y
nada como sentirte segura de tu respuesta, cualquiera que sea, por mocha que
esté, por pocas explicaciones que quieras dar). Y entonces ese asunto de la
seguridad en uno mismo se transmite a gente valiosa que ahora está de tu lado. O
que siempre estuvo, pero que ahora –en vez de verla en el colegio- puedes
sentarte a contarles, o a hacer negocios, o brindar juntos en alguno de tus
eventos. Es ese “nosequé” que me tiene enamorada de lo que hago. Aunque sea tan
difícil para algunos, que se aburren en mitad de la explicación.
Los 23 son el símbolo disparejo
de la madurez y la adultez. Quizá lea esto a los 40 y me ría a carcajadas. O quizá
haya alguien que esté de paso por este blog, tenga 30, y le parezca que aún no
le ha llegado su momento de crecer. Solo tengo que decir que mi manera de ver
las cosas en este momento son tan diferentes a la de hace seis meses… Ahora como
Golfeados en Pan 900 sin esperar a mi mamá, tengo que apartar un monto de
dinero para ir al odontólogo, al ginecólogo, hacerme exámenes y sacarle copias
al título en fondo negro luego de registrarlo. Estoy encargada de mandar a
reparar mi computadora, de que los regalos que uno le promete a la gente en su
programa de radio le lleguen al destino a tiempo. Voy al psicólogo a
desahogarme y escucho a mi amigo Dani que hace su tesis complacido, aunque
atrasado. Salgo a bailar con las morochas, me río con Gianni de las orejas del
novio, voy a fiestas de gente que tengo tiempo que no veo y ahora parezco la
vieja del asunto. Mi confidente es una periodista reconocidísima en el mundo
político y se debate cada día en esta utopía tonta de ser “imparcial”. Me lanzo
en parapente por mi cumpleaños, firmo una lista de asistencia de profesores en
la escuela que hace cuatro meses me dio el título. Agarro moto taxi para llegar
a tiempo a mis reuniones, mientras mi abuela reza para que no me roben de nuevo
en una zona chuchi de la ciudad.
Creo que esto, más que decir cómo
se deben asumir los 23 años, es un nuevo desahogo, una nueva excusa para
exponer públicamente qué es lo que hago y lo que soy feliz haciendo. Es una
manera de decir que no tengo argumentos válidos para enseñar nada a nadie y
que, conforme pase el tiempo, mi vida será totalmente opuesta a todo lo que
dije aquí. Mi vida no es un ciclo, es una constante espiral de 24 horas de
duración. A lo sumo, una semana.
Salud.
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