Creo que la vida me cambió en una
semana y todavía no me he dado cuenta. Pasé de la comodidad de la pijama, las
lagañas en los ojos, el ruido de la autopista con su reguetón a todo volumen y
sus muertos malandros a las doce del mediodía con el Ávila de fondo, a un Ávila
topográfico pegado en la pared de una oficina que termina con computadoras a
sus pies y cuentas de Twitter abiertas que intentan seducir a los más
incrédulos. Pasé de la soledad del monitor al frente y mi abuela en la cocina
anunciando que ya está listo el almuerzo, al bullicio de una feria de centro
comercial. Pasé de un año y diez meses dependiendo de un celular inteligente
para conseguir pautas y hacer contactos que se enamoraran de un proyecto de
artes escénicas, a una oficina donde todo lo que hay, hay que decirlo de esa
manera seductora y cool que busca el
que hurga en internet para hacer cosas en la ciudad. Pasé del trayecto
cama-silla al tedioso encuentro con el Metro de Caracas, por suerte, sin tanta
hora pico. Cambié de estado de transición. Me puse enfrente de mí misma, que
necesitaba refrescarme de nuevas visiones que se crearan fuera de un chat. Necesitaba
cambiar de dirección.
Además de una oficina, ahora
tengo ortodoncia. Mi paladar se ha vuelto cónsono con la saliva que pega de
ella y no deja que terminen de pronunciarse las palabras completas. Se escucha
raro, se siente impotencia, no me siento yo. En la sonrisa de esta vez se
dibujan, además, cuadritos rosados que hay que combinar con la ropa del día,
los accesorios de moda y los alambres que te rompen los maxilares y resecan los
labios. No comer ha sido una opción y doler, la próxima. Es otra cuestión de
costumbre.
Si la vida ya es lo
suficientemente corta como para no poder leer todos los libros que quieres o
cumplir todos los años al lado de la gente que necesitas abrazar, al 2013 se le
antojó comenzar en mayo. Mayo es el mes de mi cumpleaños, el mes de las lluvias
y el mes en el que me gusta sonreír más que en todos los restantes. Pero no he
tenido tiempo real de detenerme y disfrutar lo mucho que me gustaría hacer mi
trabajo final de Gestión de Proyectos para la Danza en Venezuela como una línea
de investigación para proponerla al instituto que tiene el postgrado. Sí,
porque es la primera vez en mi vida que veo la danza como una materia teórica
que invita a pensar sobre el mundo cultural que vivimos ahora mismo. Me encantaría
también celebrar mi cumpleaños con una fiesta en un lugar al que pudieran ir
todos mis amigos, sin poses, y con mucha música comercial, de esa que se sabe
todo el mundo y que –una vez más– todo el mundo niega haberla escuchado. Me gustaría
llenar la sala Ríos Reyna del Teatro Teresa Carreño con un montón de personas
que vayan a escuchar por primera vez a la Movida Acústica Urbana sin haber
escuchado antes de ella, y que logren esa magia de conectarse con lo que es
suyo, sin saberlo. Me encantaría hacer de HoyQuéHay un medio de referencia para
las carteleras culturales del país en todos los medios. Me gustaría tener
tiempo para dormir, para leer, para estudiar, para estar con mi abuela, para
pasarle mensajitos de texto sorpresa a Carlitos que vive en España, a Luigi que
está en Inglaterra, a Gianni que vive en la luna pero que siempre se consigue a
dos cuadras de mi casa aunque no coincidamos.
Esta semana me perdí dos
exposiciones de gente muy querida, el estar horas en la feria del libro sin hacer
nada y unas birras con mis amigos para contarles el nuevo horario que yo misma
desconozco. Aún así, vi a Álvaro a su vuelta a Venezuela desde México, bailé
hasta el amanecer en una fiesta literaria, escribí sobre el Circo del Sol, mis
alumnos salieron muy bien en sus prácticas y comencé a ver mi vida distinto:
con una rutina. A todo eso, aún no me acostumbro. Pero escribiéndolo, veo que voy lográndolo. Todo me da miedo y, por ahora, la única opción es la
escritura. Esa que se desvanece en las inseguridades y que permite seguir
soñando. Vamos a ver qué pasa.
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