lunes, 29 de julio de 2013

Roles (de canela)


Cuando pasé a séptimo grado tuve que cambiar de colegio. Aquella burbuja mágica que era mi primaria de tres pisos, cambió radicalmente por una casa el doble de grande con paredes marrones y rejas de seguridad. Tenía el nombre de la virgen de La Candelaria, pero su apariencia nos hacía llamarle “la cárcel”. De los lacitos de colores pasamos a la cinta blanca en el cabello recogido, la prohibición de pulseras, el no poder tener las uñas largas como todas las quinceañeras –gracias a Dios no era la época del acrílico– y además, también cambiamos los bailes de los cumpleañeros del mes por misas de acción de gracias. Contradictoriamente, el bachillerato fue mi mayor época de fe: incluso, en la iglesia, conseguí a mi primer novio. Pero mi mamá también me lo prohibió.

El primer trabajo que me asignaron en bachillerato fue de Biología. Mi despecho contenido para con el colegio de mis sueños, me hizo llamar a la profesora de Estudios de la Naturaleza para contarle de mi tarea. Me dijo que tenía material para mí, que fuera a buscarlo a la casita verde donde había estudiado hasta ese julio pasado. Cuando llegué, me esperaba una montaña de libros: de cuarto grado. La fotosíntesis, el ciclo del agua, las semillas de caraotas en los envases de compotas… Sí, todo eso que ya sabía. Lo había experimentado de mil maneras, hasta en concursos de conocimiento. Fue mi primer encontronazo con la madurez: la primaria tenía que quedar atrás.

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Después de cuatro semestres como preparadora y dos como profesora, sigo camuflándome entre los alumnos. Los 24 años de edad se estampan en la frente de muchos que aún luchan por el título, más si se tienen braquets que abaratan la edad o mechones de colores estridentes que llamen la atención.

Lo más profundamente seductor de la universidad hizo su trabajo en los últimos 15 días de clases: las aulas se convirtieron en predespacho, los gorros de foamy y los pitos de las bodas nunca habían cobrado un sentido menos cursi. Había que celebrar la victoria.

Lo que ya era obvio –que nos graduaríamos sin honores, que entregaríamos la tesis, que nos emborracharíamos el día de la cervezada– se convirtió en una fuerza que, llevada por Don Omar, Don Miguelo y Fuego, cobraban más ánimo cada vez que la discplay (se llamara iPod, cornetica de carro, o CD Player) sonara. Había coreografías, había risas automáticas, siempre una casa estaba disponible, aunque por cinco años se hubiera negado para el furor universitario. Las caravanas estaban listas a cada salida de un examen para probar nuevos destinos.

Ese gusto por lo propio no se disipó. Se disiparon los alumnos, que se fueron de la universidad. Pasaron el brindis, la pre-cervezada, la cervezada, la post-cervezada, la entrega de tesis, la graduación. Pasó el primer aniversario de la cervezada y lo celebramos, pasó el primer año de graduados, el primer Día del Periodista como profesionales. Y probablemente la emoción de quienes hoy tienen la tarea de asumirse como futuros periodistas lata fuerte como una transfusión de sangre en las venas a la hora de la inyección. Pero, aunque esté invitada, aunque baile en el círculo del reguetón, aunque tome de su misma cerveza, el rol ahora es distinto y todavía no logro sentirlo por completo. A veces es mejor cruzar la calle y verlo todo desde el frente.

Cuatro semestres como preparadora y dos como profesora. Quiero seguir contando.

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Cuando salí del colegio quizá no asumía que estaba fuera de él porque mis tardes se llenaban de danza en sus instalaciones. Ahí, en las escaleras que dan al segundo piso, donde a veces era oficina de directores, a veces lugar creativo, y a veces confesionario de peleas juveniles, conocí a mi primer amor. Además de 15 años de danza, de “familia” y de encapsulamiento, también hubo espacio para crecer.

Descubrirse a través de la mirada que rebota en el espejo es una tarea que lleva tiempo. Conocer el cuerpo propio, el del dueto, el de las acrobacias que a veces salen y a veces no. El de la exigencia de quien quiere ir adelante en la coreografía principal y quien merece, en cambio, no quedarse atrás con su talento. Ese espejo refleja las inseguridades de la niña que se vuelve mujer y que le da pena lucir las mallas sin un leotardo que le tape las piernas y el nuevo vello que está por salir. Es aquel atardecer que comienza a tener sentido cuando abajo, en vez de las mamás preocupadas por las horas de ensayo, están los novios y los nuevos automóviles. Es esa niña-joven que un día dejó de importarle que sus profesoras de la danza tuvieran que ocupar su horario, darles las directrices de su vida y no permitirle que siguiera creciendo en otras áreas… Que cumpliera lo que decía soñar.

Cuando salí de la danza me tocó asumir el movimiento desde otra perspectiva: el latino, luego el más moderno, y finalmente la danza en la investigación. El periodismo cultural, la gestión cultural, el público general. Y fue entonces cuando, al fin, pude ver que había dejado algo atrás. Que había cruzado a la acera, como dije antes, y a pesar de la decepción infinita de por medio, entendí que yo sola había escogido otro rumbo.

La hora de la prueba.

El domingo fui invitada por primera vez, luego de cinco años, a una presentación de la danza. Celebraban los treinta años y fue cuando recordé que estuve por la mitad de ese tiempo dedicada entera a bailar ahí. Todas las coreografías se me hacían conocidas, al menos en concepto, en vestuarios, o en técnica. Supe que pertenecí a todo eso apenas abrieron el telón; lo vi como un recuerdo borroso. Pero no estuve segura de que quisiera volver a estarlo. Hasta me sentí incómoda con tantos abrazos luego de miles de discusiones. Los discursos y las lágrimas no estaban en sintonía con lo que yo sentía: algunos grupos descoordinados, unas referencias fusiladas de otros musicales recientes y una necesidad infinita de vivir en burbujas, en la burbuja de la que ya yo había logrado salir. Me enorgulleció pertenecer, enormemente, y ver que gracias a ese contacto con la danza desde mis orígenes logré desenvolverme en este mundo que me ganó por completo y para siempre (y del que estoy segura no voy a poder salir más). Pero también supe que mi lugar está en lo más alto de esas constelaciones que una vez inventé y que permanecieron tanto y tan a fondo, que aún los vestuarios negros con estrellas plata son referencia para seguir soñando.

En Raíces Danza aprendí que los sueños y las metas se cumplen, pero también que la vida tiene ciclos en forma de espiral ascendente –como nos enseñaron en Historia de la Cultura I– y que eso que a veces uno piensa que nunca va a dejar de doler, en realidad pasa.


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