*Por menos selfies y más miradas encontradas.
Por las fans enamoradas
que no quieren curarse nunca de esa enfermedad.
Por la salsa, el cuatro y los
viajes.
Estábamos hartos de rodar. No
estoy entrenada en giras de rock y no sabía que era vital llevar una almohada
portátil, de esos cojines de colores rellenos con pelotitas de anime. Ese día
me tocó compartir asiento con Hugo Fuguet a mitad del Pullman en el trayecto
Mérida-Maracaibo. Pero él, hiperactivo, hablaba demasiado con el Negro Álvarez,
que no paraba de hacer chistes con su esposa en el asiento de al lado. Ya era
más tarde que el mediodía y no sé en qué caserío estábamos, pero vi –en uno de
esos despertares breves- que el puesto del Morocho Gavidia estaba libre. Se lo
robé y no solo utilicé su almohada, sino que además extendí mis piernas en la
doble butaca reclinable. Aproveché que era la menor de las 3 mujeres que había,
en las 40 personas que viajábamos desde San Cristóbal.
El día anterior se había
presentado la Movida Acústica Urbana en el Centro de Convenciones Mucumbarila. Era
la segunda de seis presentaciones –que no llegaron a realizarse- de una gira
nacional que pasaría por el occidente de Venezuela, en principio. Asier
Cazalis, el vocalista de Caramelos de Cianuro, ya estaba en Caracas. Desde San
Cristóbal tuvo que viajar de vuelta por compromisos con su banda. Desde ese
momento sabíamos que la venta de entradas no iba bien. Que si el país, que si
el precio de las entradas, que si la falta de presupuesto en publicidad. También
el apuro y la falta de apoyo real de los pocos patrocinantes. La tipografía de la
imagen. La premura con la que salimos adelante. Pero también la ilusión
comprometida y las ganas de hacer país impresa en un afiche que no dejaba leer
desde lejos que en un mismo escenario estarían los ocho vocalistas de bandas
pop/rock más representativos de la escena nacional + 12 músicos de raíz
tradicional del más alto nivel. Que lo que pudieron ver se llamaba Rock &
MAU y tenía 12 shows agotados en Caracas y 2 discos en el mercado, con un tema
inédito de Servando Primera.
De pronto se paró el autobús. Unos
guardias nacionales del caserío (del que nunca supimos ni nombre, ni ubicación)
subieron a revisar. Dijimos que la unidad estaba ocupada solo por músicos que
tenían un concierto en Maracaibo. No nos creyeron y decidieron revisar.
En el pasillo, que se hizo
infinito y reducido, ninguna cara les resultó familiar. Hacia la cola del bus,
los raperos Apache & Cotur MC, Álvaro Paiva y Servando dormían la fiesta
del día anterior. Uno de los guardias reconoció a Servando. Le tocó el hombro
emocionado y él se despertó asustado sin entender por qué tenía el rostro de un
GNB a menos de dos metros de su rostro. “Sí, son músicos. Vámonos”. Y
desaparecieron.
La costumbre de creer que el delincuente es la autoridad.
Arístides Barbella vive en Panamá
desde hace unos meses, después de que reunió a su familia Malanga en un
restaurante para confesarle sus planes personales. Pero volvió para estos
conciertos.
Ese país de Centroamérica se ha
vuelto un estado frecuente en la reunión de los exiliados venezolanos. El “Sr.
Malanga” es parte de Rock & MAU desde el primer concierto, en la Navidad de
2011, cuando lo llamaron para hacer música en el Trasnocho Lounge una noche
cualquiera de guaracha en diciembre. Ari no podía faltar. Pero tampoco podía
dejar de ver a sus hijos que lo esperaban en Caracas desde ese día que se fue. Por
eso viajó a Caracas en un taxi, con Horacio Blanco –vocalista de Desorden
Público- y Adolfo Herrera –el baterista de la MAU- cuando supieron que la gira
no continuaría.
Nana Cadavieco fue la única de
los cuatro vocalistas que estuvieron desde el principio (Arístides, Beto
Montenegro, Rodrigo Gonsalves) que no pudo estar. Su vida ahora está en
Barcelona, desde donde los dividendos de una producción nacional son más difusos
vistos en bolívares y no en euros. El rock la verá triunfar.
A eso de las tres de la tarde, ya
ni recuerdo, nos detuvimos en algún lugar de la carretera a almorzar. La fachada
era como la de una churuata, con techo y piso de paja y mesas redondas de
madera con banquitos a los lados. Comimos divino. Hacía un calor pegajoso que
daba miedo y hablábamos felices de cualquier cosa. En la sobremesa, unas muchachas
aparecieron de pronto, como de un caminito que se abrió de pronto entre la
tierra, y se detuvieron en fila como atropellándose. En esa indecisión le vi a
una el cabello ensortijado, la piel tostada y una franelilla blanca que le
hacía buena figura.
Al único que reconocieron fue a Servando.
Lo abrazaron con una contentura
en la que se escuchaban unos gritos silenciosos de felicidad. Él se paró como
dispuesto a tomarse la foto con ellas, pero las muchachas no cargaban a mano ningún
dispositivo que tomara fotos. Ellas ya estaban conformes. Pero Servando agarró
una servilleta de la mesa y, evocando aquella primera película que protagonizó
junto a Florentino en el que se intercambiaba cartas con una fan enamorada, se
la firmó con la sutileza de quien sella su estampa en lo efímero, como si
pudieran compartir en ese papel reciclado una historia secreta.
Tres horas después pasamos el
Puente Sobre el Lago de Maracaibo Rafael Urdaneta. Nos reunimos para grabar el
momento y sonreír. Cantamos la gaita. Y llegamos a las ocho de la noche al
hotel, con el compromiso de ofrecer una rueda de prensa a medios de
comunicación. 50 fanáticas más tenían sus celulares listos para disparar el
flash en selfies junto a Servando,
Rodrigo, Boston Rex. Ellos sabían qué estábamos haciendo ahí después de 10
horas de camino aunque no hubiera concierto. Las muchachas de la carretera no
tenían ni idea de quiénes eran los demás artistas que viajaban en el autobús. No
saben que Leonardo Padrón, el poeta de las crónicas de los domingos, escribió
el libreto de la película que acababan de evocar en una churuata donde vendían
carne en vara.
Aquella escena que las cuarenta
personas del staff vimos con una sonrisa (en la que seguramente teníamos algún
pedazo de carne metido entre los dientes) anuló por completo la importancia del
espectáculo: apagó el privilegio y sucedió la sencillez. No importaron los
asientos compartidos en el autobús, el after party VIP, las fotos Full Access o
las conversaciones casuales. Esas muchachas y yo compartimos, sin saberlo
nunca, una razón: para mi gira y para su firma, para las dos, fue La primera vez.
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