lunes, 5 de abril de 2010

Chacaíto

Tengo un pasatiempo favorito desde hace unos meses y no me había dado cuenta. Me gusta mirar camionetas Terios azules por la parte de atrás. Siempre ando montada en una que tiene como logo una coronita blanca, pero me encantaría voltear la mirada y, al cabo de ver muchas otras en el trayecto hacia un nuevo destino, encontrar alguna que tuviera una calcomanía que me resultara familiar. Es como desafiar al destino y sacudirle la seguridad a un par (yo incluida) que se sabe dueño de su nuevo camino sin aceptar que el otro va transitando por la misma vía, aunque en otra dirección.

También, desde esa camioneta en la que me muevo a diario, hay espacio para la música y las historias del chofer. El señor del volante es distinto cada vez, así que hay oportunidad para escuchar las peripecias de un trabajo que lidia con el tráfico, las groserías de los caraqueños y la solidaridad extinta del venezolano en cuanto a horas pico se refiere. Eso sí, siempre hay momentos de un buen coro juntos cuando suena alguna canción tropical, porque eso de ir al otro lado de la ciudad sin música pegajosa y buenos cuentos, no sirve.

Sin embargo hay espacio también para el silencio. Cuando es de noche, sucede que puedo ver las estrellas desde la ventana de esa Terios azul con coronita blanca. Escucho la brisa acariciando mi cabello ondulado y hasta, de pronto, me dan ganas de dormir en ese asiento que, además, sirve para estudiar bien a quién entrevistaré en la siguiente parada. Otras veces, esa ventanita me da la oportunidad de seguir conociendo las esquinas de Caracas, los aromas de mi ciudad y sus paisajes, quizá reconfortantes ante la perspectiva de aquel al que no le gusta hacer turismo en su propio lugar de origen. Hermosa vista, siempre y cuando no haya calima mal oliente, estrellas invisibles, incendios en El Ávila, calor descomunal… En fin, siempre y cuando Caracas sea la de siempre y no la que nos hemos acostumbrado a ver desde hace unas semanas.

A veces es la hora de bajarme y patear la calle. De devolverme a casa en carrito por puesto y seguir dibujándome la Caracas de mil encuentros desde un asiento y ventana distintos. Justo en una de las paradas, a mitad de camino, me doy cuenta de algo que he corroborado y ya determiné. Chacaíto es el verdadero centro de Caracas y el verdadero descriptor del ciudadano venezolano de a pie. Es una etimología netamente indígena, me atrevería a decir que la única estación de Metro con mala ortografía (nunca le pusieron la tilde). Un lugar donde convergen todas las clases sociales posibles que se movilizan en transporte público y, para colmo, tiene mil salidas de suciedad y miedos, por la inseguridad.

Chacaíto es el sitio perfecto para hacer una cola bajo el sol en medio de algunos comensales de perros calientes que arrojan los papeles al suelo sin pudor alguno; la oportunidad de comprar en tiendas o ambulantes lo emergente; las ganas de quedarse viendo cualquier tipo de manifestación cultural que se presenta en la Plaza Brion (casi siempre capoeira, hip hop o circo, sino evangélicos) y el momento perfecto para salir corriendo con un par de audífonos, buena música –en el sentido amplio de la palabra– y abrazar a un nuevo destino, en alguna ventana y asiento distintos. Esta vez, entregada a la aventura y con la certeza de que, en la próxima parada, habrá aire puro, seguridad y buen paisaje… dentro de la otra Caracas.

1 comentario:

L'Angelček dijo...

Aunque me agradó tu entrada, me atrevo a diferir en algo: Caracas es en sí su centro y su periferia. Vivimos en una ciudad que es al mismo tiempo calma y tempestad. Es fácil ver un carro costoso en Petare y un indigente en La Castellana. Somos una mezcla de cosas buenas y malas, que se aprecian, siempre, mejor en el silencio, aunque tengamos el ruido de un camionetero cayéndose a coñazos con un mototaisi al lado de nuestra Terios azul. Un beso.