sábado, 4 de agosto de 2012

Caracas, reacciona


Creo que el asunto de la inseguridad en Caracas ha tenido un aceleramiento progresivo en los últimos meses. Cuando uno es joven y vive en un país como este, tienes que decidir una postura: o quedarte en tu casa viendo tele todas las noches, o asumir el riesgo de salir a la calle con todo lo que eso pueda acarrear.
Ustedes lo saben, yo me voy por la segunda opción. Ver la ciudad es lo mío. Leerla en sus matices, odiarla en sus errores y culparla por el abandono que se ha permitido. Nuestro lugar cosmopolita se ha visto afectado por el cierre temprano de los locales nocturnos, la eliminación de líneas de taxi en las madrugadas y calles solitarias.

Me lo dijo mi amigo Vladimir, quien siempre transita por Altamira: le robaron la cartera bajando hacia el metro luego de un par de birras en El Naturista, un viernes, como cualquier viernes. Lo sufrió la MAU en sus miércoles en el Trasnocho: toque una sola vez al mes, porque la inseguridad está cabilla. Y ahora se me contagió a mí la peor enfermedad de los caraqueños: el miedo.

Lo hablaba con un taxista en estos días –porque mi amigo Ángel me enseñó que ellos son quienes mejor entienden a una ciudad­-: a las doce de la noche ya no se venden hamburguesas donde Filipo en la plaza Altamira, que son un emblema. Y tampoco están ellos, los taxistas, porque creen que la gente ya no sale mucho. Algunos me han dicho que no me pueden llevar hasta mi casa, porque les parece peligroso. Pero a mí nunca me han robado en El Paraíso. Será que son ideas mías que “la cosa está fea” en todos lados.
En un año me han robado tres Blackberrys y ya estoy harta de echar el cuento. La gente te pregunta que cómo fue, para ellos cuidarse “y no andar por esas zonas”. Te regañan por “descuidado”, te dan tips para cuidarte, te dicen que cómo vas a salir a la calle, que cómo vas a andar por ahí a las siete (se lee siete) de la noche. Me llegaron a preguntar que cómo me iban a robar con un cuchillo, que no me dejara amedrentar. Que pague un taxi. Que me compre un carro. Que no hagas esto, que no hagas lo otro. Que no vivas. Pero que tampoco te vayas, que te quedes con tu impotencia. Siguen criticando que en un día de angustia, de indignación, uno diga que se quiere ir (demasiado).

El “demasiado”, por cierto, es un término muy común en mi léxico de contradicciones: demasiada impotencia, demasiadas ganas de salir adelante, demasiadas ganas de querer, demasiada soledad. Demasiadas oportunidades he tenido, también, de superarme. De burlar la violencia, de ser otra persona. Pero también demasiadas ganas de maldecir el mal manejo de poder que tiene este país.

Me robaron de camino a la Universidad en el vagón del Metro entre Artigas y La Paz, porque me sacaron el celular del bolso sin darme cuenta; me robaron con un cuchillo en Las Mercedes, caminando hacia Chacaíto, luego de mi clase de inglés en el CVA; y el sábado me robaron dentro de la sala Anna Julia Rojas de Unearte, viendo una función de danza contemporánea, porque se me cayó el celular del bolso mientras me paré a aplaudir y cuando me agaché a buscarlo ya no estaba. Nótese que en los tres episodios yo estaba en la calle con el propósito de recibir educación y cultura. Nótese que estoy en la calle pendiente de aprender de ella. Nótese que pudo ser peor. Sí, como no. Pero también que meterse el celular en la panty no es una opción que considero. Y menos en las tetas. Sobre todo porque no tendría cómo sostenerlo.

Pero tampoco quiero dejar de permitirme vivir mi juventud en fiestas, de comprarme el teléfono que me gusta, de gastarme mi dinero en lo que me dé la gana, de seguir trabajando en los proyectos que tengo pautados. Es injusto tener que cambiar el estilo de vida a antojo de quienes viven con malas mañas y borrándole la sonrisa al transeúnte. Es injusto perderse de vivir.

A todas estas, el celular es mi instrumento de trabajo. Solo por esto, he pensado en cambiarme de ramo y hacer algo que no me dé tantas preocupaciones. Pero no seré feliz si no estoy recorriendo la ciudad y sus circuitos, si no estoy compartiendo en las cada vez más pocas actividades culturales que se realizan en esta ciudad, si no las estoy produciendo yo y un montón de gente linda que sí hay por este lado de la conciencia ciudadana.

Hoy me tocó ser parte de la población harta, de la que no había tenido parte. Esta ciudad tiene ojos de gato, pero le faltan luces y unos lentes de miopía que la hagan despertar.

¡Caracas, reacciona!

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