8 millones de venezolanos que no
tienen miedo. 8 millones de venezolanos que pueden salir de su casa después de
cierta hora sin que nada les pase. Hay 8 millones de venezolanos que les gusta
vestir de rojo por obligación y gritar consignas en marchas a favor del
presidente, aunque piensen que lo que está haciendo no merece llamarse gestión.
8 millones de personas que prefieren vivir en un refugio o en una casa de anime
porque eso fue lo que les dieron. 8 millones de personas que están educando a
sus hijos en este momento a favor de un régimen autoritario que no permite
viajes que cuesten más de 3 mil dólares al año.
8 millones de personas que no han
caído en un hueco en la autopista, que nunca han visto la contraportada de los
periódicos con noticias de gente muerta a manos de la violencia. 8 millones de
personas que viven con las calles iluminadas y con la banda ancha de internet
más rápida de América Latina. 8 millones de personas que prefieren los 20
medios del Estado a los canales de televisión por suscripción. 8 millones de personas
a las que no les hace falta RCTV, el Ateneo de Caracas, las 34 emisoras que
cerraron en 2009. 8 millones de personas a las que no se les va la luz, ni el
agua, ni les parece que todo está más caro en el mercado. Y si llegaran a
pensarlo no importa, lo importante, lo que de verdad verdad sucede, es que está
en juego la vida de la patria. Así de abstracto lo dijo el líder. Así de
abstracto votaron. Así de bochornoso es este país. De pasional. De maniqueo. De
triste.
Son 8 millones los que quieren
que su país se convierta en un gran barrio. Soy yo, que entré con mi mamá a
nuestro apartamento vacacional en Margarita y lo encontramos desvalijado y sin
derecho a pataleo. Es mi amigo Álvaro que ahorró durante todos sus toques para
comprarse un apartamento y que, cuando lo logró, se lo expropiaron. Es la gente
chavista de la maestría, que se ofende cada vez que los profesores hablan de
gestión cultural de otros países y no nombran a Venezuela, o dicen que estamos
en el último peldaño de desarrollo. Son los directores de Econoinvest presos
injustamente y sin derecho a juicio. Es que no puedo ir a estudiarme un postgrado
afuera a dólar preferencial porque, además del control de cambios, mi carrera
no entra dentro de las prioridades del Estado. Para ellos, ser periodista es un
desafío a la "Revolución".
Es mi mejor amiga de la infancia
que se fue a vivir a San Francisco sin votar; mi primer novio que sí lo hizo y
apenas cuatro días después tomó un vuelo a Manchester. Y así empieza una cadena
de despedidas que otros ya han vivido, pero que ahora me toca a mí experimentar.
A mí que no soy de la primera clase de pudientes que tienen a los aeropuertos
como destinos obligantes desde que son niños, ni tampoco de la clase que vive
en barrios y que celebra con balas todos los logros. Soy de la clase media
arruinada que el presidente Chávez despojó de su poder adquisitivo y lo
convirtió en puestos de trabajo para la clase obrera (en altos cargos y sin que
hubiera meritocracia). No me encuentro, pero tengo que adherirme a los seis millones y medio de venezolanos despechados
que ahora se comportan exactamente como no queremos: sin tolerancia,
descalificando al otro, sin reconocerlo. Bloqueándolo de las redes sociales, respondiéndole
con rabia. Somos seis millones y medio de personas inconformes que votamos por
una esperanza que nos puso las pestañas rizadas y las lágrimas a flor de piel
de creer que sí era posible, de actuar cohesionados, de sentirnos protegidos,
de ilusionarnos tontamente de pensar que si ganaba Henrique Capriles Radonski
nuestra Venezuela iba a ser eso: nuestra.
Las vacaciones ahora resultan,
para aquellos que tienen la oportunidad de viajar al exterior, una suerte de
estocada al poco patriotismo que nos queda. Son una burla al espíritu de
aquellos que piensan que Venezuela es el mejor país del mundo. Difícilmente en
otro país se pueda vivir rodeada de tanta violencia, de tanta inseguridad, de
tanto autoritarismo, de tanta ceguera. Admiro al que votó porque le dieron un
puesto y no lo quería perder, al que trabaja en algo que no le gusta pero que
le pagan burda porque es del gobierno, a los que trabajan en los ministerios y
hacen que las operaciones burocráticas sean aún más difíciles. Admiro a los
malandros que ahora están en grandes cargos y sienten que son capaces de
afrontarlos, aunque no hayan estudiado. Al que tiene la esperanza de que le den
la casa, al que prefiere que su presidente tenga un discurso amparado desde la
carencia. Admiro profundamente a todos los que salieron de Caracas en este fin
de semana largo que celebra un día (aún este gobierno no lo define bien) que el
régimen critica pero que, a pesar de que tumbó la estatua que le da nombre al
Paseo Colón y que nos recomienda que mejor llamemos “afrodescendientes” a los
de piel morena (sin saber que hay afrodescendientes de piel blanca), prefiere
que nosotros nos vayamos a la playa en vez de trabajar.
Ahora esa oposición compacta que
hasta el 7 de octubre pasado creyó que podía seguir sumando votos es una masa
que flota en el espacio. Unos piensan que está bien que el excandidato se haya
lanzado a la reelección como gobernador y otros no. Ya se dice que algunos no
votarán en el mes de diciembre. Ya otros están agotando los pasajes en las
líneas aéreas para darse unas vacaciones largas o pensar si ese destino que
están agarrando por tres meses, mejor se hace definitivo. Porque este periodo
de tres meses que le quedan al actual gobierno de Hugo Chávez tienen que servir
de autoexamen para recrudecer el amor por uno mismo y las ganas de ser alguien.
Ese alguien honesto. Estos tres meses no son solo para descalificar al otro o
para hacer la carta al Niño Jesús pidiéndole que el cáncer se lo lleve. Son también
para compactarse con esos ocho millones de venezolanos que quieren seguir en la
profundidad del subsuelo o decidir. Decidir por una mejor vida. Decidir por
otro camino. Convertirnos en un gran barrio o Decidir. Decidir. Hay que
decidir.
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