domingo, 14 de octubre de 2012

Decidir


8 millones de venezolanos que no tienen miedo. 8 millones de venezolanos que pueden salir de su casa después de cierta hora sin que nada les pase. Hay 8 millones de venezolanos que les gusta vestir de rojo por obligación y gritar consignas en marchas a favor del presidente, aunque piensen que lo que está haciendo no merece llamarse gestión. 8 millones de personas que prefieren vivir en un refugio o en una casa de anime porque eso fue lo que les dieron. 8 millones de personas que están educando a sus hijos en este momento a favor de un régimen autoritario que no permite viajes que cuesten más de 3 mil dólares al año.

8 millones de personas que no han caído en un hueco en la autopista, que nunca han visto la contraportada de los periódicos con noticias de gente muerta a manos de la violencia. 8 millones de personas que viven con las calles iluminadas y con la banda ancha de internet más rápida de América Latina. 8 millones de personas que prefieren los 20 medios del Estado a los canales de televisión por suscripción. 8 millones de personas a las que no les hace falta RCTV, el Ateneo de Caracas, las 34 emisoras que cerraron en 2009. 8 millones de personas a las que no se les va la luz, ni el agua, ni les parece que todo está más caro en el mercado. Y si llegaran a pensarlo no importa, lo importante, lo que de verdad verdad sucede, es que está en juego la vida de la patria. Así de abstracto lo dijo el líder. Así de abstracto votaron. Así de bochornoso es este país. De pasional. De maniqueo. De triste.

Son 8 millones los que quieren que su país se convierta en un gran barrio. Soy yo, que entré con mi mamá a nuestro apartamento vacacional en Margarita y lo encontramos desvalijado y sin derecho a pataleo. Es mi amigo Álvaro que ahorró durante todos sus toques para comprarse un apartamento y que, cuando lo logró, se lo expropiaron. Es la gente chavista de la maestría, que se ofende cada vez que los profesores hablan de gestión cultural de otros países y no nombran a Venezuela, o dicen que estamos en el último peldaño de desarrollo. Son los directores de Econoinvest presos injustamente y sin derecho a juicio. Es que no puedo ir a estudiarme un postgrado afuera a dólar preferencial porque, además del control de cambios, mi carrera no entra dentro de las prioridades del Estado. Para ellos, ser periodista es un desafío a la "Revolución".

Es mi mejor amiga de la infancia que se fue a vivir a San Francisco sin votar; mi primer novio que sí lo hizo y apenas cuatro días después tomó un vuelo a Manchester. Y así empieza una cadena de despedidas que otros ya han vivido, pero que ahora me toca a mí experimentar. A mí que no soy de la primera clase de pudientes que tienen a los aeropuertos como destinos obligantes desde que son niños, ni tampoco de la clase que vive en barrios y que celebra con balas todos los logros. Soy de la clase media arruinada que el presidente Chávez despojó de su poder adquisitivo y lo convirtió en puestos de trabajo para la clase obrera (en altos cargos y sin que hubiera meritocracia). No me encuentro, pero tengo que adherirme a los seis millones y medio de venezolanos despechados que ahora se comportan exactamente como no queremos: sin tolerancia, descalificando al otro, sin reconocerlo. Bloqueándolo de las redes sociales, respondiéndole con rabia. Somos seis millones y medio de personas inconformes que votamos por una esperanza que nos puso las pestañas rizadas y las lágrimas a flor de piel de creer que sí era posible, de actuar cohesionados, de sentirnos protegidos, de ilusionarnos tontamente de pensar que si ganaba Henrique Capriles Radonski nuestra Venezuela iba a ser eso: nuestra.

Las vacaciones ahora resultan, para aquellos que tienen la oportunidad de viajar al exterior, una suerte de estocada al poco patriotismo que nos queda. Son una burla al espíritu de aquellos que piensan que Venezuela es el mejor país del mundo. Difícilmente en otro país se pueda vivir rodeada de tanta violencia, de tanta inseguridad, de tanto autoritarismo, de tanta ceguera. Admiro al que votó porque le dieron un puesto y no lo quería perder, al que trabaja en algo que no le gusta pero que le pagan burda porque es del gobierno, a los que trabajan en los ministerios y hacen que las operaciones burocráticas sean aún más difíciles. Admiro a los malandros que ahora están en grandes cargos y sienten que son capaces de afrontarlos, aunque no hayan estudiado. Al que tiene la esperanza de que le den la casa, al que prefiere que su presidente tenga un discurso amparado desde la carencia. Admiro profundamente a todos los que salieron de Caracas en este fin de semana largo que celebra un día (aún este gobierno no lo define bien) que el régimen critica pero que, a pesar de que tumbó la estatua que le da nombre al Paseo Colón y que nos recomienda que mejor llamemos “afrodescendientes” a los de piel morena (sin saber que hay afrodescendientes de piel blanca), prefiere que nosotros nos vayamos a la playa en vez de trabajar.

Ahora esa oposición compacta que hasta el 7 de octubre pasado creyó que podía seguir sumando votos es una masa que flota en el espacio. Unos piensan que está bien que el excandidato se haya lanzado a la reelección como gobernador y otros no. Ya se dice que algunos no votarán en el mes de diciembre. Ya otros están agotando los pasajes en las líneas aéreas para darse unas vacaciones largas o pensar si ese destino que están agarrando por tres meses, mejor se hace definitivo. Porque este periodo de tres meses que le quedan al actual gobierno de Hugo Chávez tienen que servir de autoexamen para recrudecer el amor por uno mismo y las ganas de ser alguien. Ese alguien honesto. Estos tres meses no son solo para descalificar al otro o para hacer la carta al Niño Jesús pidiéndole que el cáncer se lo lleve. Son también para compactarse con esos ocho millones de venezolanos que quieren seguir en la profundidad del subsuelo o decidir. Decidir por una mejor vida. Decidir por otro camino. Convertirnos en un gran barrio o Decidir. Decidir. Hay que decidir. 


No hay comentarios: