lunes, 29 de octubre de 2012

"El día en que (casi no) conocí a Salcedo Ramos"

Yo estaba a punto de irme a Valencia cuando la señora del asiento de al lado me preguntó si me iba a quedar allá por esa noche. Le dije que por supuesto que no. Mi mamá no sabía nada. Pero yo, la periodista estrella, le escribí a mi entrevistado que me esperara, que seguro llegaba después de las siete de la noche. Y en eso se oyó la voz del tercermundismo: “Señores pasajeros con salida  a Valencia, a las cuatro y media, les informamos que tendremos treinta minutos de retraso. Se les agradece esperar en sus asientos”. “Te lo dije”, volteó la señora. Me comentaba minutos antes que estos autobuses suelen retrasarse para esperar a los que salen de sus trabajos. Que segurito íbamos a agarrar la hora pico. Y que después, para salir de Caracas, lo más probable es que dieran las siete. Que mejor me quedaba allá, porque llegaría al fulano hotel a las nueve de la noche. Y los autobuses de la línea, de vuelta, salían hasta las seis y treinta. Pero que no importaba, porque el primero del día embarcaba a las cinco en punto. Que podía llegar directo al trabajo.

“No me imaginé nunca durmiendo con Salcedo Ramos”, pensé. Y le escribí un inbox por Facebook al estilo chat. Así estábamos acostumbrados a hablar desde hacía unos días.

Me dijo “sexy y preciosa”. Y ahora me llega un mensaje en el que se supone que tengo derecho a quedarme allá. “¿QUÉ?” Dije en mayúsculas sostenidas. Un chico de esos que te pretenden eternamente era mi testigo. Le conté minuto a minuto. “¿Te quiere meter el machete?” decía en tono burlón. Y yo pensando en Moralito, Pambelé y Diomedes. Qué pasado. Además, fue a él a quien se le ocurrió que yo podía llevarlo a mi clase de Periodismo I. Él había sido el culpable del “orgasmo textual” como habíamos denominado entre nosotros –y con doble sentido– el sueño de tenerlo ahí cerquita para interrogarlo en grande.  Es su culpa, es su culpa. Siempre hay que echarle la culpa a alguien. Y él me dijo que me fuera a Valencia y yo que moría por ir para que me firmara mi libro, para conversar diez minutos alejada “de la prensa”, aunque no tuviera preguntas que hacerle porque me había quedado en blanco.

En el terminal vi el reloj y ya se hacían las seis. Cuando invitaron a abordar el autobús me fui con mi pasaje mal impreso en el que se leía bien clarito el “confirmado” de un sello. Me devolví y, para seguir en la fiebre literaria, me senté en Arábica con mi laptop, y continué trabajando como si nada. Les escribí a mis amigos y llamé a Daniel, quien se había olvidado de mí en un día tan importante. “Saqué veinte en la tesis”, alcanzó a decirme. Y a mí no me importó. Le conté todo lo que había pasado con el ídolo periodístico. Desde que compré su libro de nuevo en el San Ignacio porque no lo conseguí en mi casa, hasta la decepción de la invitación a quedarme allá.

Pero bueno. ¿Todas estas suposiciones para que nunca me firmara mi libro ni me dijera que tengo futuro en el periodismo? “El día que no conocí a Salcedo Ramos” se titularía esta historia. Tal cual como el documental de mi amigo Carrano, que cuenta cómo Pancho Massiani no conoció a Cortázar. De verdad, verdad, para llorar.

Dos días después estaba en casa de Liza, la profe que me hizo dedicarme a esto de las historias –aunque lo del “veneno”aún no se me dé tan seguido– y entonces me entero que el hombre en cuestión no solo iba a visitar Caracas, sino que ¡yo podía estar ahí!

Escuché entonces cómo me dijo que la crónica solo consistía en buscar una pareja de baile que te acompañara en una pieza y que, después, pudieran bailarla bien (suspiro. Corte a “yo bailo muy bien” y por eso puedo hacerlo mejor). Que lo importante “en la puta vida”,era apostar por el proyecto personal. Que le gustaría hacer una historia sobre el Gato Galarraga, cómo no, y lo respondió como si ya tuviera las ganas de decirlo sin que se lo preguntasen. Dijo que la realidad era lo más sorprendente. Que con una realidad como esta, ¿para qué inventar? Y yo estuve totalmente de acuerdo (si no, lean esto de nuevo). Me escribió en La eterna parranda, mi eterna parranda, que era invitada de lujo a su historia. Me reconoció sin yo presentarme. Nos tomamos una foto, como todos los que estaban ahí, y me hizo escucharle un “chévere” a ver si lo pronunciaba bien, con acento… Y si no que le enseñara, porque él quería aprender a hablar venezolano.

Me preguntaba que si mis padres me habían dado permiso para ir a su conversatorio, que si yo era la profe más joven de la UCAB, que si no era de mentiras, que no lo podía creer. Liza, embelesada, decía: “Él es así, él es así”. Yo, la verdad, solo seguía los pasos de la líder y me reía de los chistes. Pensé que sí era asi y yo de tonta creyendo en dobles sentidos. Terminamos en una arepera contando a "Pepito" (en vez de Jaimito). Luego en unas fotos. En Greenwich. En una casa. Había periodistas, escritores, poetas. Me acordé de cuando Eduardo Sánchez Rugeles y yo nos mudamos a Liubliana por dos meses y toda esa gente se adhirió a ese círculo con el que estaba de nuevo. Eran las tantas de la madrugada cuando caí en cuenta de que el tipo se fue y no nos vimos más.

A todas estas… ¿Qué día es que va a ir a mi clase, don Alberto?

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