viernes, 14 de diciembre de 2012

Benditos 23

Solo dije que conocía mis limitaciones. En una reunión en público dije que sabía para qué servía y para qué no. Voltearon todos a mirarme a la vez, con esos ojos oscuros que acusan sin saber por qué, pero que son varias miradas penetrantes que me hicieron soltar los cubiertos y empinar la botella de cerveza para sanar el pecado de haber hablado en público por más de un minuto seguido. Me dijeron que solo tenía 23 años, que hacía reflexiones de como si tuviera 50. ¿Es que acaso uno no puede conocerse a sí mismo en un momento determinado de su vida? ¿Es que el camino es único y con las mismas piedras, a la misma vez, para todo el mundo? ¿Es que uno no está en el derecho de descubrirse y sorprenderse?


Por Dios, ¡¿es que acaso es un pecado tener 23 años de edad?!



I



El bendito tema de la edad. Desde los 12 años, cuando me empaté con Orlandito –que para ese momento tenía 17­-, los años que uno tiene lo dividen de la felicidad. Mi mamá, a la que para entonces no podía mentirle con tanta facilidad, me fue a buscar a la iglesia que era el sitio donde él y yo nos veíamos luego de la misa de las 5:30 pm los días que yo no tenía que ir a las clases de danza. “Esto se acabó”, nos dijo. Acto seguido, nos separó del abrazo en el que estábamos sumergidos en las escaleras del estacionamiento del templo y ella le dijo a él unas palabras que nunca escuché, pero que me hubiera gustado saberlas. Desde ese día nos veíamos solo en el liceo y nos dábamos besitos escondidos en el recreo. Pero hubo un “no sé qué” que no me dejó gritarle al mundo que ese era mi primer noviecito y que quería vivir la historia con él. Mi edad era muy poca cosa. Mis intereses eran demasiado absurdos para ser verdad. [Punto para el equipo contrario].


II



Cuando llegó Luigi a mi vida, triunfó el amor. Claro, seguro es porque yo era mayor que él. Uhm, cierto. De nuevo la edad. Yo de 17, en 2º de Ciencias; él de 15, estaba en 9º, pero en otro colegio. Sí, sí. Pero como era músico y tocaba con Olga Tañón, RBD, Gilberto Santa Rosa y esos grupos así, entonces no importaba. Con él viví una relación de tres años de romanticismo de niños. Las saliditas, los besos, los primeros celos reales, las primeras lágrimas. Al año se nos había olvidado de dónde nos conocíamos y cómo había surgido todo… Hasta que entré en la universidad. Entonces el tema del chamo en el colegio y yo no, el tema de la carrera, de qué y a quién quiero para mi vida. El tema del cambio, del ya se acabó, del “yo no soy así”. Se acabó porque se tenía que acabar. [Punto para el equipo].


III



Empezó la época de la rumba, de los panas con carro, de las fiestas hasta el amanecer. En la universidad la edad no importa. Los que se supone que están ahí son quienes no te juzgan por lo que hagas esa noche. Es un uni-verso de experiencias maravillosas, personalidades distintas, pero siempre encaminados hacia lo mismo (dice uno): graduarse. Aquí, cuando intenté por fin hacer las cosas bien en materia de hombres, de amor y de edad, salió todo lo mal que podía salir. David y yo éramos buenos amigos de clases, luego de algunas actividades extra curriculares que hacíamos dentro de la universidad y un día nos encontramos en el CSI. De esas cosas de la vida –y como refiere él: “Solo así empiezan las relaciones inolvidables”- un día amanecimos juntos. Juntos y supuestamente enamorados. “Somos uno solo” sonaba perfecto en sus labios cuando salíamos tomados de la mano, cuando hacíamos el amor, cuando nos besábamos detrás de las puertas de los salones. No resultó y toqué fondo. No resultó y me tocó verlo un año más casi todos los días de mi vida. Aquí sí hubo lágrimas reales, depresión real, cama eterna. [El punto aquí es para la vida].


IV



De esas cosas que uno no sabe ni cómo, ni cuándo, un día me paré de la cama y decidí que iba a continuar. Era 2 de enero y la vida seguía y desde la ventana se veía radiante el sol. Fui a una clase de spinning con mi mejor amigo (con la que me sentí purificada, a pesar de que no volví), fui al psicólogo, empecé a trabajar de nuevo y a organizar mi vida. Viajé dos veces al exterior sola, completamente sola. Me hice sentir una mujer plena que recién descubro en pleno uso de sus facultades. Cuando digo recién, es como si esa cama eterna que nombré antes hubiera hecho magia en mi consciencia para despertar ayer, o hace dos horas, o algo así. No solo sonrío, sino que me siento complacida de las cosas que he logrado de quien soy. Estoy fantaseando con un tipo que me lleva algo así como 14 años y no es el primero. Ya me ha pasado tres veces con tipos de la misma edad. Nunca he logrado nada con ninguno porque quizá no son, o no me lo he propuesto, o simplemente sí será verdad que la edad influye. Aunque, definitivamente, en todos los casos ha sido correspondido. Estoy segura que por algo que va mucho más allá de la cama. Todo mi entorno es mucho mayor que yo y eso me gusta, me hace feliz.

Pero, cónchale, tengo 23 años y la vida para mí es bellísima, es significante y significado de plenitud. Es salir de mi casa y saber que no hay un plan definido, es juventud porque me dejo sorprender, es magia porque estoy rodeada de personas nuevas y especiales que han aparecido de pronto, aunque sí me haga falta una pareja que me acompañe en este proceso de crecimiento desde el amor más honesto. Es sonrisa porque siento el sustico en la panza todos los días (desde hace como uno, o dos) por mí misma y por las cosas que hago. En definitiva, por la vida.


Siento que los 23 años que tengo son el sostén de toda mi vida anterior, si es que alguien que lea esto cree en la reencarnación y quiere creer en este texto. Pero juro que lo escribo desde la más sincera de las visiones y que eso que me dijeron esta noche, una vez más, de que mi edad era la palabra más minúscula en la que yo podía creer, es mentira. Si yo colocara en una balanza esos dos números versus las cosas que yo he logrado hasta ahorita, la superación personal sería aún mayor. Dudo, sinceramente (y aquí pongo en práctica el consejo que me dijo mi queridísimo APB), que todas esas miradas penetrantes dejen de sorprenderse de los éxitos que hasta yo misma no sé que logro, quizá sin proponérmelo. Estoy orgullosa de mi edad y de mis ganas de seguir haciendo. Estoy feliz y agradecida de la vida que me ha tocado vivir. Cada quien tiene su tiempo, su espacio, sus ganas. Y las mías son infinitas, al menos por ahora. [¿Que la edad, qué? Nada de empates, yo quiero seguir sorprendiéndome. Que gane la vida].

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