sábado, 1 de marzo de 2014

La franela del adiós

A Melanie, por cómplice

Siempre nos habían llamado la atención las franelas con la cara del presidente Hugo Chávez y todo ese culto amoroso por una persona que hablaba horas en cadena nacional sin levantarse cinco minutos siquiera para ir al baño. Queríamos saber cómo lo lograba. Queríamos sentirnos parte de la marea humana que lo llevaba de vuelta al puesto una y mil veces. Acababa de ganar la “victoria perfecta” pero él, después del bailecito yla foto bajo la lluvia, no volvió a hablar. Fuimos a la marcha del 10 de enero –el día en que asumiría su nuevo mandato–, esa que lo devolvería definitivamente y caminamos la avenida Baralt, la Urdaneta y llegamos a Miraflores, pero no lo vimos. En el trayecto había muchas tarimas vacías, micrófonos que tomaban personas para emular su discurso y, al fin, nos pusimos la franela con la consigna definitiva: “Yo soy Chávez”. La de su mirada y la de su leit motiv, Bolívar, también las portaban los otros para no olvidar por qué estaban ahí.

Con esas franelas de recuerdo, viajamos unos días después a Maracaibo. Nos llevamos un afiche que decía, sin rodeos, “Que Dios te dé el doble de lo que le deseas a Chávez”. Después de un mes, el líder seguía sin hablar, sin aparecer, y nos alejaba potencialmente de su fervor. No entendíamos qué pasaba, cómo los ocho millones de personas que habían votado por él y los otros veintidós que, opositores o abstencionistas o menores de edad o impedidos, también eran parte de esa anomalía en el poder. Eran parte de la marea que ahora, más que decir cosas, se preguntaban cosas.




Aprovechándonos de esto, decidimos jugar. Cuando dijimos que iríamos a Maracaibo, también dijimos que queríamos participar con una intervención artística original al mejor estilo del performance. La Velada de Santa Lucía es un rincón de arte deliberado dentro de la ciudad que se celebró por diez años y ambas estábamos en la última edición. Una encerrona de intervenciones en un barrio que llaman uno de los más peligrosos, pero que también es de los más emblemáticos de la gaita y, ahora, de la creatividad. Queríamos ser parte de la algarabía de esos días sin que nos juzgaran por tener alguna posición política visible. Decidimos, entonces, ser nuestra propia oposición. En la maleta, en vez de vestidos y tacones, metimos marcadores y pinturas.

A nuestra franela de Bolívar le colocamos una cronología que emulaba una tabla de Excel. 2002, 0.76; 2003, 1.85; 2004, 1.92; 2005, 2.15; 2009, 4.30; 2011, 5.30; 2013, 6.30. con los marcadores y la ayuda de Wikipedia, logramos dibujar una línea de tiempo para involucrar al espectador en nuestro experimento: el Bolívar, más devaluado que nunca, ni siquiera nos dio espacio para explicar la eliminación de los tres ceros en la moneda durante 2008. La pena era propia y compartida con el análisis de los transeúntes.



Pero queríamos más interacción. A la exclamación “Yo soy Chávez”, apropiada por el pueblo e impresa en la franela como una sentencia, le escribimos debajo la interrogante: “¿Qué me preguntarías?”. Así, con fotografías previas colocadas en las redes sociales, asumimos el experimento para que también nuestros seguidores en Twitter e Instagram pudieran comentarnos. Mientras subíamos al Callejón del Arte con los marcadores en la mano y la cámara encendida para registrar el momento, los mensajes comenzaban a llegar gracias a la tecnología. “Ola, k ase, estás vivo o k ase?”, “¿Dónde aprendiste a actuar?”, “¿Dónde están los cobres del petróleo?”, “¿Y la mantequilla, y el papel?”, “Marisco, dónde andai’?”, “¿Y el azúcar?”, “¿Cuándo apareces?”, “¿Qué tal el cielo?”, “Chávez, ¿qué será de ti, de pana?”, “¿De verdad te bañas con totuma?” y “¿Pa’ cuándo el Harlem Shake?” escribieron los voluntarios. Uno de ellos se rió porque días antes el presidente había aparecido en una foto junto a sus hijas, como fe de vida. Pero se decía que ya no hablaba. Entonces me dijo:

–¿Cómo se siente tener un tubo en la boca?

–No puedo responderte, solo puedes escribirlo

–Claro, no puedes responderme porque tienes un tubo en la boca–y me dejó su cuenta de Twitter para que le respondiera aunque sea por escrito.

La gente comenzó a escabullirse, pero otros decidieron tomar el marcador y escribir más de lo mismo: “¿Con quién te acuestas?”, “¿Cuánto vale una birra?”, “¿Qué piensas de los gays?”, “¿Qué se siente destruir un país tan bello?”, “¿Las camas de la UCI son cómodas?” Y hasta dos declaraciones de amor: “¡Vuelve!” y “¿Has sentido el inmenso amor de tu pueblo? Te queremos”.




Hicimos nuestro performance. Toda la energía de la tinta de los transeúntes se rindieron ante la franela Ovejita. Al día siguiente volvimos a Caracas con la intención de editar un video en el que se encontraran todas las reacciones de aquellos que nos habían escrito en las redes sociales y en vivo. Queríamos darles más que una respuesta, una sensación. Queríamos que supieran que nosotras durante ese fin de semana habíamos decidido cumplir al pie de la letra con una consigna y darles una respuesta. Queríamos afirmar el “Yo soy Chávez” sin victorias, ni derrotas, sin poder aclarar nada, sin querer forzar la barrera de la discordia. Pero ese día, cuando prendimos la computadora para comenzar a hilar la respuesta, nos llegó un mensaje de texto: “Parece que se muere hoy”. Y tres horas más tarde el país colapsó. Ese intento de esperanza que era la muerte, se condensó en un halo profundo de oxígeno que arropó a toda Venezuela con lágrimas y derrota. Las franelas, devaluadas y reclamadas, se fueron a caminar desde San Martín hasta Los Próceres con horas de trajín y sudor. Días antes, ninguna pensó que estábamos interviniendo nuestro propio uniforme para acompañar las lágrimas sinceras de la gente.




Mientras iba avanzando la concentración, que se convertía en avalancha, nos adelantamos hasta el punto más cercano en el que pudiéramos ver pasar la urna con la bandera encima. De pronto, luego de dos horas de espera, sin poder sentarnos o tomar agua, sentimos la algarabía de una multitud que venía desbordada a abrazar a su líder a través de una madera pulida. El luto se convirtió en desesperación, en empujones, en todo menos en solemnidad. Chávez estaba pasando por el medio de la escultura donde firmaron todos los nombres indispensables en el acta de la federación, en la declaración de la Independencia y en las batallas siguientes. Por ahí pasó la marea roja, que ese día se convirtió en tricolor. Las dos nos miramos fijamente y supimos que habíamos tomado la misma decisión en silencio: nos quitamos las franelas con las súplicas y las lanzamos a la vez con la misma fuerza que nos alejaba de la marcha. Cayeron justo en el medio del ataúd, por un segundo. Chávez se vistió por última vez con nuestras preguntas y se rió de nuestros chistes. Ahí estaban todas las respuestas.



PD: Meses después, en una santamaría de Capuchinos, me encontré con un grafiti que dice: "Chávez no está muerto, porque Chávez soy yo".

***Crónica desarrollada en el taller de crónica que impartió Héctor Torres en la Librería Lugar Común, septiembre 2013

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