A Melanie, por cómplice
Siempre nos habían llamado la
atención las franelas con la cara del presidente Hugo Chávez y todo ese culto
amoroso por una persona que hablaba horas en cadena nacional sin levantarse
cinco minutos siquiera para ir al baño. Queríamos saber cómo lo lograba. Queríamos
sentirnos parte de la marea humana que lo llevaba de vuelta al puesto una y mil
veces. Acababa de ganar la “victoria perfecta” pero él, después del bailecito yla foto bajo la lluvia, no volvió a hablar. Fuimos a la marcha del 10 de enero –el
día en que asumiría su nuevo mandato–, esa que lo devolvería definitivamente y
caminamos la avenida Baralt, la Urdaneta y llegamos a Miraflores, pero no lo
vimos. En el trayecto había muchas tarimas vacías, micrófonos que tomaban personas
para emular su discurso y, al fin, nos pusimos la franela con la consigna
definitiva: “Yo soy Chávez”. La de su mirada y la de su leit motiv, Bolívar,
también las portaban los otros para no olvidar por qué estaban ahí.
Con esas franelas de recuerdo,
viajamos unos días después a Maracaibo. Nos llevamos un afiche que decía, sin
rodeos, “Que Dios te dé el doble de lo que le deseas a Chávez”. Después de un
mes, el líder seguía sin hablar, sin aparecer, y nos alejaba potencialmente de
su fervor. No entendíamos qué pasaba, cómo los ocho millones de personas que
habían votado por él y los otros veintidós que, opositores o abstencionistas o
menores de edad o impedidos, también eran parte de esa anomalía en el poder. Eran
parte de la marea que ahora, más que decir cosas, se preguntaban cosas.
Aprovechándonos de esto,
decidimos jugar. Cuando dijimos que iríamos a Maracaibo, también dijimos que
queríamos participar con una intervención artística original al mejor estilo
del performance. La Velada de Santa Lucía es un rincón de arte deliberado
dentro de la ciudad que se celebró por diez años y ambas estábamos en la última
edición. Una encerrona de intervenciones en un barrio que llaman uno de los más
peligrosos, pero que también es de los más emblemáticos de la gaita y, ahora,
de la creatividad. Queríamos ser parte de la algarabía de esos días sin que nos
juzgaran por tener alguna posición política visible. Decidimos, entonces, ser
nuestra propia oposición. En la maleta, en vez de vestidos y tacones, metimos
marcadores y pinturas.
A nuestra franela de Bolívar le
colocamos una cronología que emulaba una tabla de Excel. 2002, 0.76; 2003,
1.85; 2004, 1.92; 2005, 2.15; 2009, 4.30; 2011, 5.30; 2013, 6.30. con los
marcadores y la ayuda de Wikipedia, logramos dibujar una línea de tiempo para
involucrar al espectador en nuestro experimento: el Bolívar, más devaluado que
nunca, ni siquiera nos dio espacio para explicar la eliminación de los tres ceros
en la moneda durante 2008. La pena era propia y compartida con el análisis de
los transeúntes.
Pero queríamos más interacción. A
la exclamación “Yo soy Chávez”, apropiada por el pueblo e impresa en la franela
como una sentencia, le escribimos debajo la interrogante: “¿Qué me preguntarías?”.
Así, con fotografías previas colocadas en las redes sociales, asumimos el
experimento para que también nuestros seguidores en Twitter e Instagram
pudieran comentarnos. Mientras subíamos al Callejón del Arte con los marcadores
en la mano y la cámara encendida para registrar el momento, los mensajes
comenzaban a llegar gracias a la tecnología. “Ola, k ase, estás vivo o k ase?”,
“¿Dónde aprendiste a actuar?”, “¿Dónde están los cobres del petróleo?”, “¿Y la
mantequilla, y el papel?”, “Marisco, dónde andai’?”, “¿Y el azúcar?”, “¿Cuándo
apareces?”, “¿Qué tal el cielo?”, “Chávez, ¿qué será de ti, de pana?”, “¿De
verdad te bañas con totuma?” y “¿Pa’ cuándo el Harlem Shake?” escribieron los
voluntarios. Uno de ellos se rió porque días antes el presidente había
aparecido en una foto junto a sus hijas, como fe de vida. Pero se decía que ya
no hablaba. Entonces me dijo:
–¿Cómo se siente tener un tubo en
la boca?
–No puedo responderte, solo
puedes escribirlo
–Claro, no puedes responderme
porque tienes un tubo en la boca–y me dejó su cuenta de Twitter para que le
respondiera aunque sea por escrito.
La gente comenzó a escabullirse,
pero otros decidieron tomar el marcador y escribir más de lo mismo: “¿Con quién
te acuestas?”, “¿Cuánto vale una birra?”, “¿Qué piensas de los gays?”, “¿Qué se
siente destruir un país tan bello?”, “¿Las camas de la UCI son cómodas?” Y
hasta dos declaraciones de amor: “¡Vuelve!” y “¿Has sentido el inmenso amor de
tu pueblo? Te queremos”.
Hicimos nuestro performance. Toda
la energía de la tinta de los transeúntes se rindieron ante la franela Ovejita.
Al día siguiente volvimos a Caracas con la intención de editar un video en el
que se encontraran todas las reacciones de aquellos que nos habían escrito en
las redes sociales y en vivo. Queríamos darles más que una respuesta, una
sensación. Queríamos que supieran que nosotras durante ese fin de semana
habíamos decidido cumplir al pie de la letra con una consigna y darles una
respuesta. Queríamos afirmar el “Yo soy Chávez” sin victorias, ni derrotas, sin
poder aclarar nada, sin querer forzar la barrera de la discordia. Pero ese día,
cuando prendimos la computadora para comenzar a hilar la respuesta, nos llegó
un mensaje de texto: “Parece que se muere hoy”. Y tres horas más tarde el país
colapsó. Ese intento de esperanza que era la muerte, se condensó en un halo
profundo de oxígeno que arropó a toda Venezuela con lágrimas y derrota. Las franelas,
devaluadas y reclamadas, se fueron a caminar desde San Martín hasta Los
Próceres con horas de trajín y sudor. Días antes, ninguna pensó que estábamos
interviniendo nuestro propio uniforme para acompañar las lágrimas sinceras de
la gente.
Mientras iba avanzando la
concentración, que se convertía en avalancha, nos adelantamos hasta el punto
más cercano en el que pudiéramos ver pasar la urna con la bandera encima. De pronto,
luego de dos horas de espera, sin poder sentarnos o tomar agua, sentimos la
algarabía de una multitud que venía desbordada a abrazar a su líder a través de
una madera pulida. El luto se convirtió en desesperación, en empujones, en todo
menos en solemnidad. Chávez estaba pasando por el medio de la escultura donde
firmaron todos los nombres indispensables en el acta de la federación, en la
declaración de la Independencia y en las batallas siguientes. Por ahí pasó la
marea roja, que ese día se convirtió en tricolor. Las dos nos miramos fijamente
y supimos que habíamos tomado la misma decisión en silencio: nos quitamos las
franelas con las súplicas y las lanzamos a la vez con la misma fuerza que nos
alejaba de la marcha. Cayeron justo en el medio del ataúd, por un segundo.
Chávez se vistió por última vez con nuestras preguntas y se rió de nuestros
chistes. Ahí estaban todas las respuestas.
PD: Meses después, en una santamaría de Capuchinos, me encontré con un grafiti que dice: "Chávez no está muerto, porque Chávez soy yo".
***Crónica desarrollada en el taller de crónica que impartió Héctor Torres en la Librería Lugar Común, septiembre 2013
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