martes, 30 de diciembre de 2014

2014 (con ganas de más)

Mis propósitos eran 11, dejando espacio para las dudas. Pero la vida, una vez más, me volteó completamente los puntos cardinales y me dejó desorientada. Desde entonces, siento los pasos más firmes cada vez que pienso en 2015.

Esta es una lista de pendientes, más que de balance. Lo caótico de los últimos 12 meses, que no nos dejaron dinero en el bolsillo para gastar en regalos de Navidad, hacen que cada vez que uno intente voltear la mirada diga: “Mejor no”, como si tuviera un collarín que te dejara inmóvil con la vista al frente, concentrada en el futuro.

Salí a marchar el 12 de febrero y estuve en mi casa a punto para la siesta de la tarde, escapando de la oficina. Cuando me levanté tuve mucho miedo. No solo esa tarde sino los tres meses siguientes, de los que salí bastantes veces a protestar y a escribir y a tratar de entender. Se me salieron las lágrimas un par de veces por no tener cerca a mis amigos y ni siquiera poder visitarlos. Estuve presa en mi casa, como todo el país. Cuando todo "se acabó", nos quedamos sin espacios para reunirnos, sin ganas de salir. Nos ganó la inseguridad y el ansia de poder de unos desordenados. Nos ganó el olor a gas, la impotencia, el querer salir corriendo, las despedidas. Y en eso estamos. Con el "ya casi es febrero y marzo" y no queremos un tercer año paralizado hasta el segundo semestre. Necesitamos producir.

Viajé ocho veces por Venezuela, tres a Margarita y dos a Maracaibo. Pasé mi cumpleaños con mis amigos en la playa, rumbeé por primera vez en Pampatar. Vi el atardecer de Juan Griego con mi mamá, con mis amigos, conmigo misma. Siempre que veo ese paisaje, justo a las 6:30 pm, sé que quiero volver a ese sitio muchas veces más. Pensé incluso en tatuarme un velero y llevar conmigo cómo se conocieron Tati y mi abuelo, en Puerto Cabello, donde se casaron el 6 de enero de hace 64 años; recordar la Margarita que visitaron cientos de veces y donde me incluyeron en las vacaciones de niña. Lo que significa ver el mar para mi mamá. Lo que significa para mí. La felicidad en familia.

Fui a la Feria de la Chinita como un viaje con propósito: el más feliz. Estar de concierto en concierto. Tomar cerveza en la calle, escuchar gaitas y vociferarlas. Reírse de las ocurrencias maracuchas, del cantaíto al hablar. Aprender a decir: “Qué hablai” y “No digai” sin reírse, como parte del dialecto aprendido. Ir a rezarle a la chinita, la milagrosa, la virgen arrechísima. La que tiene una fiesta patronal como ella manda, de más de 3 días, de meses. De rumba y mantas guajiras. De espejos y flores en la carroza.

Fui a conocer Mochima y llovió. También pisé San Cristóbal por primera vez y no me gustó. Vi a Mérida, la hermosa, ahora rockera y desde un escenario. Comí en Arepas Santa Rita, cuatro meses antes de volver y probar el patacón gratinado de Q’Pinchos. Pero eso es redundar el párrafo de arriba. Sigamos.

Por primera vez no fui a Choroní en cuatro años, pero escribí sobre Nachy, la catequista de El Hatillo. Inauguramos una exposición de pendones en la plaza Bolívar del pueblo. Trabajé por primera vez, durante dos semanas, con un equipo de la administración pública. Admiré tener amigos trabajando ahí dentro, con tanta presión. Huí con prisa. Preferí las obras de teatro y los libros.

Dejé de dar clases con un increíble sabor a triunfo, a buenos aprendizajes, a éxito de dos años. Lo mismo que duró la maestría, de la que también terminé las clases. Todavía me falta entregar la tesis; hacerla, mejor dicho. Es un esfuerzo hasta pensar en eso. Pero es el primer gran pendiente de 2015. Sudarse la foto para Instagram con una toga debajo de las Nubes de Calder.

Enero me sorprendió con un libro que llegó a mis manos firmado por Leila Guerriero. Pero no tenía idea que, siete meses después, la mismísima Leila iba a estar en Caracas para dar un taller de iniciación al Nuevo Periodismo en el que quedé seleccionada. Una semana después de la mejor clase de periodismo que había presenciado, Alberto Salcedo Ramos llegó para embrujarnos con sus chistes por toda una semana. Antes de volver a Bogotá, nos dio uno de los mejores consejos del mundo en un bar chino: “Dejen la gafedad y échenle bolas”.

Una editorial dijo que publicaría mi tesis de pregrado, pero todavía no lo ha hecho. Dejé de bailar cuando me desilusioné del trabajo en el que estuve por un par de años como editora de contenidos y eso me desmotivó en varias áreas. Renuncié. Entonces aprendí que es un valor agregado saber cuándo retirarse, sin desligarse de las ganancias: los buenos nuevos amigos.

Fui a más o menos 20 conciertos. Escribí sobre 12 de ellos. Gocé. Bailé en todos. Me ganó la bachata y odié el vallenato. Me decepcionó el reguetón y amé el pop venezolano. Tuve que aprender a recibir una llamada de mi ídolo de la infancia sin que se me bajaran automáticamente los pantalones. A rumbear con él y 10 estrellas más sin poner cara de que fuera una novedad. Trabajar con ellos en un escenario. Sonreír.

Volví a Bogotá. Llegué a Cartagena y el primer día sentí que debía devolverme, que no iba a aguantar los 40º de calor. Me recibieron en un hostal y por primera vez dormí con seis desconocidos que se reciclaban todos los días. Salí con una italiana y su hermano, al que no le entendí una sola palabra. Conocí a tres chilenos que me adoptaron como la cuarta de su team. Rumbeé 9 días seguidos. Hablé en perfecto español con un brasilero que habló en perfecto portugués y nos entendimos. Intenté el inglés y también fluyó. Bailé salsa, reguetón y champeta. Amanecí en un Patrimonio Mundial según la Unesco, frente al mar. Tomé fotos, muchas. Vi a Bomba Estéreo frente a la horca de torturas en el Palacio de la Inquisición. Perdí mi teléfono cuando lo ahogué en la playa de Bocagrande sin saberlo. Pero estaba tan feliz que no me importó. Antes de eso, me robaron un iPhone en mayo con el cacha de una pistola y me hurtaron el otro en la sucursal de un banco cerca de mi casa. Ese pude recuperarlo, hasta que se sulfató en mi cartera.

No hizo falta llegar hasta Europa: la felicidad estaba a una hora en avión, desde Caracas.

Volví renovada. Tengo visa americana para conocer Nueva York y visitar a Mickey si me da la gana. Leo a Mía Astral frecuentemente y ya no me da pena decirlo, aunque no le dé like en redes sociales. Hablo con propiedad de irme del país, aunque todavía no sepa cuál es la ciudad que me adoptará en 2015. Sé que mi propósito es cambiar radicalmente, porque descubrí que ya senté las bases para seguir sola, para crecer de otro modo. Porque las rutinas no están para hoy, quizá para cuando me aburra de tener los ojos bien abiertos y con prisa de vivir.

Año que viene, año que estás: vente con todo. Nunca he sido buena en los deportes, como para “atajarte”, pero doy buenos abrazos.


Mientras, sigo bailando(te) en ritmos latinos. De donde no quiero ocultar nunca que soy.






1 comentario:

Ileana Hernández dijo...

Querida " niña" , no puedo pensar en ti sin verte desde mis años, pero como has crecido y madurado en estos cortos años que nos conocemos . Te admiro por guerrera y aventurera. Lo que haces , lo hubiese querido hacer yo a tu edad, pero se me atravesó un novio, que se convirtió en marido casi sin darme cuenta y me vi con 22 años con él , dos hijas , un grado recién adquirido y miles de sueños envueltos en pañales , teteros , Kinder y así sin parar .
Eres uno de los talentos que ya está cocinando la idea de que hay que irse. Este país se puso chiquirritico para la gente que quiere volar y hacer cosas que valen la pena. Las rejas están cerca y no están atrapando a todos. Pero los jóvenes tienen las alas para volar , casi sin estrenar y el cielo es el límite. Me da pena que sea así, pero ya dos de mis nietas dejaron el nido y solo queda extrañarlas , como de seguro lo haré contigo el día en que ya no estés aquí.
Me encantó como narraste tu año personal. De veras "tan Marcy" y me alegra que hayas vivido tantas experiencias en solo un año.
Sigue tus sueños, tienes talento de sobra y la piel preparada para aguantar. Que este 2015 te depare la gran oportunidad y la sepas ver y aprovechar.
Un beso grande.

Con mucho cariño, Ileana