domingo, 13 de septiembre de 2015

De cómo hice un taller en la FNPI

Una de las experiencias más emocionantes de mi vida se la debo a este texto, con el que quedé en el taller Cómo se escribe un periódico impreso o digital, de la FNPI. 



Sí, estudié Periodismo en la universidad pese a que todas las veces los autores de los libros que me gustaban decían que no, que ese es un oficio que se aprende pero que nadie sabe bien cómo se enseña. Lo hice en una universidad privada que mi mamá podía pagar con esfuerzo, luego de que aprobara sobresaliente una prueba de admisión en la que más o menos dos mil bachilleres competíamos por el mismo pupitre. La peor recompensa a esos cinco años es lo que pone el pergamino: “Licenciado en Comunicación Social”, obviando lo importante: especialista en Periodismo. Ese día, cuando leí mi nombre debajo de la frase –con la toga puesta–­, entendí que de nada servía el protocolo si no tenía práctica, que la crónica y el perfil y el reportaje había que buscarlo en los recovecos de la ciudad.

Pero un día salí de mi casa y desde el ascensor vi vecinos llorando. Caminé por el puente que conecta la urbanización donde vivo con la estación del Metro y había más como ellos. Más adelante una tarima tenía parales con micrófonos abiertos en los que agrupaciones de música llanera –la típica venezolana– sonaban nostálgicos. Y en un cambio de tema, apareció un féretro y con él una marea de personas que no estaban ahí hacía apenas segundos. Lloraban desconsolados, cargaban afiches con la fotografía del lamento, niños en los hombros, familias enteras que habían hecho vigilia en el hospital donde había fallecido el presidente Hugo Chávez, el mismo desde hacía 14 años en el país. Tenían franelas con la mirada fija de él, como yo, que ese día me puse una para camuflarme e intentar entender al otro desde sus emociones, que se contagiaban sin mediar palabra. Como un ejercicio intuitivo.

Entonces tuve muchas ganas de seguir caminando, de alcanzar la velocidad del cortejo fúnebre. Vi a periodistas corriendo al mismo ritmo que yo, a fotógrafos montados encima de motos estacionadas tratando de encontrar los mejores ángulos picados. A videógrafos que habían subido a algún edificio y desde una ventana prestada presionaban el “REC” de su cámara. Los carnets de agencias internacionales ese día no valían entre la multitud para conseguir los mejores puestos en la caravana, o la mirada para su relato. Ese día entendí cómo yo no podía dejar de estar en el acontecimiento más importante de la historia reciente de mi país, aunque disintiera políticamente del personaje. Ese día vi el furor de la gente en la calle y lo que hice fue escuchar lo que decían en medio de su tristeza, lo que les decían a sus hijos que cargaban muñecos con la figura del hombre que iba en la caja de madera que perseguían, lo que comentaban con otros desconocidos. La libreta y el bolígrafo quedaron en el bolsillo; el grabador solo captaba ruido de ambiente: ése día fue determinante para entender que una historia puede tener mil ángulos y que solo nosotros, los periodistas, los encargados de vivir la información para transmitirla, teníamos el poder –y el deber– de convertirnos responsablemente en una pieza de rompecabezas capaz de reconstruir por sí misma un hecho en conjunto con todos los trabajos que se estaban generando ese día en los medios de comunicación del mundo entero. Que el perfil que había hecho Jon Lee Anderson era importantísimo, con aquella visión del investigador abnegado y extranjero que tuvo la oportunidad de viajar en el mismo avión que Chávez, pero también lo era el periodista que hizo la fila entre los millones de personas que querían ver el cadáver en Los Próceres. Ese día supe que las ganas de estar presente tenían un único motivo: querer contar una historia y querer contarla bien.


Desde ese día, y hasta hoy, cuento con dos de mis textos en compilaciones de periodismo narrativo, uno de ellos de un personaje anónimo que vive en Choroní, un pueblo costero a cuatro horas de Caracas, y que publicó la Revista Marcapasos gracias a un premio que ganamos en una bienal de literatura. Sí, trabajé en los medios tradicionales: fui periodista de cultura en El Nacional, productora en radio, editora en una web de entretenimiento y he sido víctima varias veces de las estrategias publicitarias. Pero aquí estoy: tres años después de haberme graduado, con un Magister Scientarum en Gestión y Políticas Culturales, cinco semestres docente de Periodismo I en la universidad donde estudié, y otros dos años como colaboradora en Prodavinci: una web que me permite contar a la sociedad venezolana desde los personajes que rondan los conciertos desde la butaca más lejana o el camerino más exigente, pero pocas veces desde el escenario. Porque como dice mi editor, Willy Mckey: “Esto es un intento más de la música para ver si puede sacar lo mejor de cada uno de nosotros”.

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