En Buenos Aires se me juntaron
muchas cosas, incluso la tristeza. Llamé a mi mamá y me dijo, en ese tono en el
que solo las mamás saben: “No te desanimes, ve y camina por Corrientes y vas a
ver que todo va a estar mejor”. Cuando salí del locutorio justo estaba en
dirección al Obelisco. Mi mamá nunca ha ido a Buenos Aires y no ha visto la
avenida Corrientes, pero recuerda que en ese lugar descubrí la pizza porteña, el
vino barato y las grandes marquesinas de los teatros uno tras otro. Fue la
primera vez que vi tantos bares y librerías juntas. Entonces caminé por ese
sitio que yo misma no recordaba, pero que algo dentro de mí sabía que quería
volver a ver y fui sonriendo. Llegué a Puerto Madero y le di la vuelta a la
Casa Rosada. Y sí. Todo estuvo mejor desde ese día.
Mi mamá tiene una capacidad
increíble para guardar todos los comentarios que le hago en una memoria
prodigiosa. Es como si desde el día en que nací ella se hubiera reseteado para
llenar juntas una caja gigante de nuevas historias. Ahí guarda a mis amigos,
mis profesores, mis ídolos en el periodismo y el baile. Mi mamá dejó que a mis
cinco años en la casa sonara Salserín en vez de Sandro y Shakira a los ocho, en
vez de Raphael. Mi primer CD
fue el de Supercrópolis sin ánimo de interrumpirme con una canción de Vicky
Carr. Nunca limpió la casa escuchando Rocío Durcal o Las Chicas del Can y por
eso es que quizá todavía paso pena en casa de mis amigos cuando cantan Silvio
Rodríguez o José José y yo no tengo ni idea de lo que están hablando. Supe
tardísimo quiénes eran Los Beatles o, qué sé yo, La Fania. “Es que a ti te
llevaban al colegio a pie”, me dijeron una vez. Y sí, me buscaban mis abuelos
porque mi mamá siempre estaba trabajando y no tenía tiempo de reuniones de
padres y representantes o de actos cada quince días. “Si me van a llamar que
sea para decirme que hiciste algo grave, no que se te olvidó ponerte la cinta
en el cabello”, amenazaba en bachillerato.
Mi mamá me presentó a la Movida
Acústica Urbana y a Gaêlica mucho antes de que pensara siquiera en que algún
día esa música –y esos músicos– podrían ser parte de mi entorno. Mi mamá se
empeñó en llevarme al Banco del Libro y al Museo de los Niños y al Ateneo de
Caracas y a todos los Cascanueces sin descanso. Me compró una computadora
cuando ni pensaban en hacerse masivas y me metió en un curso de ensamblaje,
para aprender a repararla, a los 10 años. Tan empeñada en llevarme a todo, que cuando me tocó mi primera pauta en El
Nacional –en la vida– era sobre un musical flamenco que ya habíamos visto. Y
ahí comenzó la historia.
Mi mamá tiene el sentido del
humor bien escondido, pero la mayoría de las veces me hace reír con su manera
de ver la vida tan formal, tan derechita, tan cuadrito de Excel. Porque claro,
mi mamá estudió dos carreras que yo en mi vida habría podido poner de opción en
el CNU así como ella habría metido las manos en fuego para que yo jamás bailara
salsa y menos con acrobacias y en festivales. Pero después de que lo hice, y
vio que me gustaba; después de que me quedé por primera vez en un hostal y me
gustó dormir con seis extranjeros en la misma habitación; ella trata de acortar
la brecha generacional escuchándome y guardando todas esas anécdotas en la caja
de recuerdos, para cuando alguna vez la llame y ella sepa exactamente en cuál
esquina sacar la frase correcta para, de nuevo, hacerme sentir mejor.
Ser la única hija de mi mamá es
el rol más exigente que me tocará alguna vez. Ella odia las redes sociales, que
yo esté pegada al teléfono todo el día y –por supuesto- que no ordene mi cuarto.
Mi mamá tiene una sola foto de cuando estaba embarazada, sale con los ojos
cerrados en varias de mi infancia y cuando cumplí quince años la cámara tenía
las pilas gastadas, así que la que nos habremos tomado juntas (si es que hubo)
no salió. Pero esas cosas a ella no le importan mucho. Sus cumpleaños
generalmente pasan por debajo de la mesa, yo creo que por una especie de “miedo
escénico”, pero también porque valora el solo hecho de tenernos a mi abuelita y
a mí. Sé que la hace muy feliz llegar a casa y que estemos las tres juntas,
hacernos cena sin importar cuán cansada esté y agarrar energía para
complacernos, para escucharnos.
Mi mamá tiene un sentido crítico muy agudo, pero jamás la he escuchado
hablar mal del país. Vive leyendo, indagando qué cosas nuevas hay, le gusta
mucho escuchar historias de la gente en los pueblos, todo eso que yo escogí
ahora como profesión. “Si no salió en el periódico, es que no existe”, dice
casi siempre. Ahora soy yo quien la lleva al teatro, a veces casi obligada por
el cansancio, y ella me sigue llevando a Margarita; de nuestros lugares
favoritos.
Tengo un cablecito mal puesto sobre el nombre de mi mamá: cada vez que hablo
de ella o la pienso de lejos, se me salen las lágrimas. Lo mismo pasa cuando
veo fotos de hace muchos años o cuando pienso en que me gustaría decirle más
seguido lo mucho que la quiero, aunque se me haga tan difícil. No recuerdo un
momento importante en el que mi mamá no haya estado. No recuerdo algo que me
preocupe y que no le haya podido contar. Es la primera vez que intento
escribirle algo en mucho tiempo y, a pesar de los tachones y de los días
pensando en qué podría contarle, decidí hacer el ejercicio de contarles a
ustedes quién es mi mamá: una de mis únicas dos incondicionales.
Gracias por todo, mamita. Feliz
cumpleaños.
No hay comentarios:
Publicar un comentario